jueves, 22 de septiembre de 2011

La felicidad a-a-a-a

Hoy me he encontrado cinco euros en el bolsillo de un pantalón. Me lo puse hace unas semanas, lo colgué y, hoy que lo he vuelto a recuperar, he encontrado ese billetito justo al meter la mano en el bolsillo para dejarlo liso por dentro y que no hiciera arruga. Tacháaaaaaaaaan, ¡momento glorioso! ¡fortuna inesperada! ¡ola de ilusión! ¿Ilusión? Visto con objetividad, es realmente absurdo que me haga ilusión encontrarme mi propio dinero en un pantalón. Para empezar son solo cinco euros, con lo cual he pensado: guárdate la ilusión para cuando te encuentres doscientos billetacos de 500 pavos como mínimo. Pero es que además es mi propio dinero, cosa que significa que tengo lo mismo que ayer al acostarme porque mi cuenta no ha sufrido variación alguna. Mi sorpresa, y motivo de mi reflexión, viene cuando me doy cuenta que soy cinco euros igual de pobre que antes de meter la mano en el bolsillo, pero tengo una cantidad de ilusión cinco veces mayor que antes de hacer ese gesto.
No tengo muy claro que ''ilusión'' sea la palabra exacta para definir esa sensación. Creo que, para ser rigurosos, sería mucho más acertado llamarlos ''momentos gloriosos'' porque técnicamente es lo que son: momentos (duran realmente poco) y gloriosos, porque durante unos instantes tocas el cielo con la punta de los dedos (hasta que te das cuenta que tampoco era para hacerle un piromusical al asunto). Sea como sea, hay dos cosas que son innegables: son un subidón de felicidad en tiempo real y, por veces que se repitan, el placer es máximo.

Un momento glorioso (que a mi particularmente me sucede a menudo debido a mi elevado grado de despiste con el calendario) es cuando me levanto un jueves para ir a trabajar, CONVENCIDA de que es viernes. Dios mio, cuánta felicidad y que sensación de poder le entra a una sólo de pensar en el ''¡atomarporculo!'' que entonará mentalmente tal y como salga por la puerta sabiendo que tiene dos días por delante. Pero no. Ni se acaba ahí la semana ni vas a mandar a tu jefe a la mierda imaginariamente, porque es jueves y te has dado cuenta o bien antes de llegar a la oficina (en el mejor de los casos y para evitar ridículos) o una vez allí gracias al calendario de la mesa (instante en que oyes cómo tus propios órganos va estallando de lo mal que se encaja ese dato). ¿Momento? Sí. ¿Glorioso? Un rato lo fue. ¿Ilusión? Como sinónimo de espejismo, sí. Pero el ratito valió la pena.
Lo mismo pasa al revés, ojo, cuando te levantas pensando que es jueves y ¡sorpresa, ya es viernes! Este glory minute dura más, sí, porque sientes que la vida te ha perdonado un día de trabajo y, creyendo tener a la Fortuna de tu parte, te vienes arriba y vives ese regalo como algo grande, como si el fin de semana fuese a durar tanto como una boda gitana. Pero tras esta euforia absurda (también conocida como ilusión) generalmente viene la colleja de realidad al recordar que no tienes plan, no hará buen tiempo y te toca plancha. Ay, qué efímera es la alegría, tu, pero qué segundos.

Con el despertador también he tenido momentos de falsa-ilusión absolutamente orgásmicos. Esto es típico de los sábados, cuando suena la alarma a las 7,45h (porque el día anterior olvidaste desprogramarlo) y te despiertas de golpe, presa del pánico, abriendo mucho los ojos y apretando el cerebro para seguir la ruta archivo/abrir/qué día es hoy. Es curioso porque cuando ese chisme infernal suena entre semana, me jode, sí, pero no me da terror. Ahora bien, si el despertador suena un sábado, se me sale el corazón por la boca y me quedo durante unos segundos desorientada y atemorizada pero, cuidado, estirada e inmóvil, con lo que concluyo: mi cuerpo es más listo que mi cerebro. La cosa es que una vez pasa esta fase y eres medio consciente de que es festivo y no trabajas, hay unos instantes (unos diez segundos tirando largo) en los que el mundo se para y solo existe tu manta, tu gustera y Dios, que te saluda con la mano mientras te susurra dulcemente una cifra: la del porrón de horas que te quedan por delante. Es un momento glorioso de placidez inexplicable que culmina con la secuencia darse la vuelta, acurrucarse y volverse a sobar con esa medio sonrisa en la cara que tienen siempre todos los Budas. Máxima felicidad.
Con esto me he dado cuenta hoy que, a parte de acertar en la Euromillones, las vacaciones, una fiesta sorpresa, un aumento de sueldo etc., hay muchas otras cosas que, casi a diario, me producen petardazo de gloria. Me ilusiono cuando inesperadamente me informan que el artículo que he comprado está rebajado dos céntimos; o al descubrir que alguien tiene alguna manía tan rara como la mía (estos son los momentos ''¡hala yo también!); me ilusiona encontrarme a alguien que conozco en el coche de al lado y saludarlo tocando el claxon a lo loco y gesticulando mucho; o abrir una bolsa de patatas y que lleve premio, cromo o mierdi pegatina; me parece mágico ese instante en que pruebas algo que has cocinado y, sorprendentemente, está bueno como nunca imaginaste; o que me den recuerdos de parte de otro alguien que, por lo visto, se acuerda de mí.
Así que haciendo recuento, y se llame como se llame esa sensación, hoy puedo concluir que sí, que de ilusión también se vive.

lunes, 12 de septiembre de 2011

De generación en generación

Últimamente en mis zappings me cruzo cada dos por tres con la reposición que está haciendo un canal de televisión de Sexo en Nueva York, una serie que en su momento me encantó y que tiene el mérito de haber sido la primera en tratar el sexo de las mujeres, sin tapujos y con mucho detalle. Ahora que la vuelvo a ver, a toro pasado y con más perspectiva, debo decir que me parece un auténtico bodrio a excepción de una de sus protagonistas: Samantha. Para quienes no sepan nada, la serie retrata la vida de cuatro amigas residentes en NY: Charlotte, mojigata, pava, anticuada y profundamente acomplejada; Carrie, neurótica y desquiciada, ridícula, más mojigata aún que la anterior- aunque disfrazada de modernidad- y con un sentido de la moda completamente incoherente; Miranda, ácida, rara, fuerte y el segundo mejor personaje; y Samantha, libre. Sin más. Ella hace lo que le parece, practica sexo con quien quiere y, pese a las críticas y a los prejuicios a los que se ve sometida, defiende a muerte su libertad para hacer y ser lo que quiera, sin culpabilidades. Evidentemente es una serie de ficción, porque todo el mundo sabe que ni se puede andar por ninguna ciudad, por bien asfaltada que esté, con semejantes tacones y modelos, ni se puede tener sexo sin culpa si eres mujer. Sorpresa, de liberación nada.

Por lamentable y prehistórico que parezca a las mujeres nos educan desde tiempos remotos de otra manera, bajo la censura, los prejuicios, el servilismo, los complejos, la competitividad, el auto castigo y, sobretodo, con la culpa como testigo de todo. La culpa que una debe sentir si es libre y quiere ejercer ese derecho, la culpa que una debe tener si practica sexo con alguien sólo porque le apetece. La culpa y la suciedad que una debe sentir si actúa como lo han hecho los hombres desde que se respira oxígeno en este planeta: con libertad.
En temas de sexo a mi me enseñaron que, pese a que podía hacer lo que quisiera, siempre era mejor ser muy selectiva, que fuese con alguien especial y con amor, porque luego, si no, podía arrepentirme. ¿De qué? De ser libre, claro.
Pese a que la amenaza del arrepentimiento sobrevolaba por encima de mi cabeza, en cuestión de sexo he hecho siempre lo que me ha dado la gana. He tenido tantos ligues rollos y amantes como he querido, he practicado sexo por diversión sin pretender más ni querer noticia o llamada de mi partenaire al día siguiente. He experimentado sensaciones y emociones tanto como me ha apetecido y he crecido sexualmente a mi manera, con amor y sin, con gente especial o gente que era simplemente un cuerpo, por diversión o por amor, por cariño o por puro morbo. Y con absoluta impunidad casi siempre. Porque esta declaración de vida no estaría completa si no mencionase un episodio de culpa que tuve también en su momento, una culpa de mierda, machista y judeocristiana. Una culpa que me enseñaron a tener si me pasaba de esa línea de rotring que separa lo decente de lo que en una mujer está feo. Se manifestó un día en forma de sensación sutil, como uno de esos malestares que te hacen estar intranquila pero no sabes por qué, uno de esos nudos en el estómago que que te hacen pensar que hay algo que está mal o que no has hecho bien. Era algo borroso y muy indefinido hasta que, de pronto y con una nitidez de Nikon, vi que me sentía culpable (yo) por haberme acostado con un tío que resultó ser un auténtico mierda después. Tiene cojones que, siendo él la escoria, la culpa la sintiese yo. Tras superar la sorpresa por lo paradójico del tema, pensé: ¿por qué en lugar de cabreo, de indignación o de sencillamente nada, estoy sintiendo culpa? Porque me enseñaron que eso existía y que es lo que toca si eres tan libre. Porque me dijeron ''vigila que puedes sentirte sucia'' en lugar de enseñarme a no permitir que me sintiera mal por vivir lo mío. Me enseñaron a hacer lo que quisiera pero con discreción, sin parecer ''demasiado'', dando así la razón a todos aquellos que piensan que en público, el sexo de una mujer tiene que ser limitado. La culpa no es biológica, no viene en el paquete de ser mujer ni en las células femeninas. La culpa te la comes a cucharadas desde pequeña.
Y ahí, alucinando con lo cruel del tema y con el ajo en el que yo (¡tan liberada como me creía!) también estaba metida,  vi claramente que la culpa no es mía, que yo no tengo que arrepentirme de nada. Y así como de los errores se aprende, me llevé una gran lección que tengo muy aprendida: si vuelvo a tener sexo con alguien que luego resulta ser un absoluto desgraciado, en lugar de poner en duda mi decencia y flagelarme por no ser vidente para haberlo visto venir, me limitaré a perdonarme esa mala elección con la misma rapidez con que me perdono haber alquilado un DVD en el Cinebank que luego ha resultado ser una bazofia. Yo no he dirigido esa película, así que la culpa aquí no tiene lugar.

De lo que sí me arrepiento, de verdad que sí, es de no haber dado un par de hostias cada vez que he oído que se juzgaba a una mujer por tener sexo con quien quiere y decirlo abiertamente; o de no haber dado un golpe más fuerte en la mesa cuando he oído cosas como ''vaya guarra'' o ''menuda zorra''; si me arrepiento de algo, es de no haber escupido en la cara a aquellos que utilizan como insulto una libertad ajena y a quienes convierten el sexo y el placer físico femenino en algo vulgar, en una condena al zorrismo y en algo de lo que una mujer no se puede nunca jactar; si me lamento de algo es de no haber defendido con más fuerza mi libertad para ser como quiera, entre dentro de lo esperado o no.
Las mujeres no debemos ser más ni selectivas ni más románticas ni más cuidadosas si no queremos; no tenemos por qué ser más discretas en cuanto a nada ni tenemos por qué tener una vara mucho mas rígida para medirnos; no estamos genéticamente programadas para tener poco sexo y con pocos amantes, ni deberíamos concebir siquiera la posibilidad de ''sentirnos mal'' por haber sido libres y haber probado un número x de parejas. Y por supuesto no deberíamos sentirnos sucias jamás, porque practicando el sexo hay dos, oiga, y pretender que yo sienta culpa por follar con alguien implica otorgar a ese alguien un grado de autoridad por encima de mí y el derecho a juzgarme por algo que estamos haciendo los dos. Y que yo sepa, no le debo nada a nadie, ni siquiera a mí misma.
No me arrepiento de nada porque la culpa me la contagiaron. A mí por naturaleza no me nace. Y ojalá que en el diccionario de las generaciones futuras, ''guarra'' signifique únicamente ''hembra del cerdo'', porque eso querrá decir que la culpa dejó de transmitirse de generación en generación y que ya no existe insulto por ser mujer y sexualmente libre.

jueves, 8 de septiembre de 2011

El idioma peluquero y otras lenguas desconocidas

Aún no he descubierto las palabras mágicas que hagan que las peluqueras entiendan y hagan lo que yo les digo y no lo que les pasa por la chotera. Ir a la peluquería es, la mayoría de las veces, una gestión inquietante. Porque tu sabes que vas con una melena esteparia y salvaje que da miedo, sí, pero sabes también con la misma certeza que cuando hayas salido no estarás mucho mejor.
La cosa empieza mal ya desde el momento que entras y te dicen: ''hola, ¿qué te vas a hacer?''. Mala pregunta, amiga, porque supone ya de entrada una mentira. ¿Qué te vas a hacer? Qué me vas a hacer tú, flori, porque por mucho que yo te pida que me cortes un poquito las puntas harás lo que te pase por el níspero y me dejarás, tirando bajo, unos tres meses ridícula y sin fotos. Qué te vas a hacer dice... qué guasa le echan, encima. ¡Rigor nena, rigor! Igual soy yo que no me explico bien, pido rarezas, las despisto y es por eso que no me entienden. Pero por más vueltas que le doy a esta teoría no me acaba de cuadrar, porque a mí el castellano siempre se me ha dado bien y el de la peluquería es el único gremio con el que no me entiendo. Yo voy a la panadería y pido una de cuarto, y me dan eso, una de cuarto. En el bar, si pido un cortado no me ponen nunca un sol y sombra. Me ponen un cortado, coño. ¿Por qué si digo ''córtame las puntas'' me rapan a lo Papá Comandante? ¿Es que tendría que haber especificado que las puntas que quiero cortas son las de abajo y no las de la raíz, quizás? Tate, que igual es eso.

¿Por que hay peluqueras que me quieren mal sin conocerme, así de entrada? No me ha dado tiempo ni de decir buenos días que ya me odian a morir. Digo yo que me odia si tiene los huevos de dejarme como me deja cuando salgo por la puerta, con una forma de cabeza indescriptible y con el teléfono en la mano para llamar a mi madre y explicarle el complot que han urdido las del gremio de las tijeras y los rulos. Porque esto es un complot, estoy convencida que de accidental no tiene nada.
Ya para empezar hay algunas peluqueras que, de tan limpias que son, entienden que lavar implica limpiar hasta debajo del cuero cabelludo si hace falta. Por eso algunas te lavan con las garras y te hacen saltar lagrimones como puños del viaje que te están dando a cada pasada ras ras ras a lo loco. Levantar la alfombra para limpiar debajo está bien reina pero, si no te importa, la piel me la dejas.
Luego te pasan al trono de lluvia de estrellas, ese en el que te sientas con el pelo reguleras y del que te levantas con una imagen lamentable, ridícula y, casi siempre, pareciéndote a alguien. Ese alguien no es nunca una celebrity guapa y cool, no te preocupes que ellas ya se lo encargarán de que acabes con un look tipo Leonardo Dantés, Lionel Richie o Fox Terrier, eso ya depende de la gracia de la peluquera y de si has pedido puntas, un moldeado suave o que te arreglen el corte un poco. Podría haber elegido dejarme como a Sharon Stone o hacerme un corte estilo Natalie Portman.. pero no, a la hijaputa le hacía más gracia darme un aire a Maruja Torres... La madre que la parió.

Tras varias experiencias desagradables, he descubierto que hay tres tipos de personalidades distintas con maneras diversas de llegar al mismo punto que no es otro que joderte la imagen.
Por un lado están las que, pese a estar en el 2011, siguen cortando el pelo como en el 70 y te dejan invariablemente antigua. Lleves el pelo que lleves al entrar y pidas lo que pidas, ellas han decidido mucho antes que te van a dejar antigua de cojones, con una medida de pardilla y a punto para entrar a rodar La tribu de los Brady. Cuanta maldad tienes en el cuerpo, Loli.
Luego están las que, en pro de un look desenfadado y natural, se empeñan en que salgas de la pelu como si te acabasen de pasar por encima dos tornados y un tifón, despeinada,  magullada y con el pelo dividido de tal manera que cada parte señala a un punto cardinal distinto. Así casual, que no parezca de peluquería... No claro, mejor parezca esquizofrenia, sí.
Y en el tercer grupo están las que juegan en el equipo rival de las anteriores, las de la fijación extrema cuya obsesión es que salgas de su salón de belleza (belleza...¡ja!) como una figurita de Lladró, con el pelo fijo fijado y laqueado. ¿Y con qué lo consiguen? Pues con un arsenal de laca, gomina, gel fijador, sérum, ceras y demás hostias que le dan a tu pelo limpio menos de media hora de vida. Cuanto me debes querer Flori, que me has hecho un casco de pelo natural por si me caigo por la calle.

Independientemente de la tendencia que tengan, todas las peluqueras comparten el mismo rasgo: el del reto. Tu melena es un desafío y pondrán siempre todo su empeño en dejarte el pelo como tu nunca podrás tenerlo porque tu genética es la que es. ¿Lo tienes liso como una tabla y sin volumen? Pues ella se picará y creerá que si no tienes rizos es porque aún no te habías topado con ella. ¿Y qué conlleva eso? Que se pase horas librando una batalla perdida entre tu pelo y sus herramientas que acabará indefectiblemente con el mismo final: la melena al carajo, dolor de cervicales y unas ganas irrefrenables de partirle la cara a ella y al resto de estilistas. Y yo me pregunto: si yo he asumido que mi pelo es así y ya está, ¿por qué cojones no puedes hacer tú lo mismo? ¿Por qué no adaptas el corte a mis características en lugar de pretender que mis genes muten? Pues no. Por eso por mucho que explico que tengo el pelo rizado y mucho volumen ellas se empeñan en dejarme una medida ridícula que hace que hoy, 24h después de pasar por la pelu, lleve un look Reina Sofía que dan ganas de hincarse de rodillas a llorar. Ah sí, el pelo crece... pues necesitaré 5 meses de encierro domiciliario para que recupere una largada digna y que la gente deje de hacer genuflexiones y tratarme de vos cuando me ve por la calle. Qué bochorno...
¿Dónde estará la piedra Rosetta que nos dé las claves para entender el idioma que manejan en este sector?