lunes, 3 de septiembre de 2012

Cuántos tiñosos habría


Define la RAE la envidia como “Deseo de algo que no se posee. Tristeza o pesar del bien ajeno”. No está mal aunque, sinceramente, a mí me parece que a esta definición le falta lo más importante: la mala leche. Para estar hablando de un pecado capital grave, no me parece ni medio normal dedicarle una descripción tan parca y moderada ni me parece riguroso calificar de "pesar" un sentimiento tan visceral como la envidia. Así, como si fuese una minucia. Perdonen que les corrija, señores académicos, pero la envidia no es tristeza o pesar, es una rabia que te cagas. Y decir menos es mentir. Si a lo largo de los siglos más de un gilipollas ha intentado disfrazarla con aquello de “envidia sana” ha sido, precisamente, por este claro conocimiento popular de que la envidia implica una mala folla importante hacia el prójimo. Hago un pequeño parón para comentar, solo por encima, la hostia tan grande que merece toda esta gente que necesita decir "envidia sana" para dejar claro que son buenas personas. Ay si la envidia fuera tiña… Buscad una expresión menos chungueras que no delate vuestra flojera y ausencia de luces tan rápido, por favor. Es un consejo del From.

Retomando: el problema con la envidia es que supone un tipo de sentimiento rastrero y ruin que va mucho más allá del pesar y que ha tenido siempre muy mala reputación. Ciertamente es una emoción fea, estamos de acuerdo, pero tan humana como lo son los pedetes, por ejemplo, que apestan e incomodan, sí, pero que se tienen porque es natural. Y no sólo es natural sentir envidia sino que, además, algunos se lo buscan. Y mucho.
Lo confieso abiertamente: hay gente que me da una rabia que se sale del gráfico, rabia de esas de darle una somanta palos que lo deje fino y suave. Sí, es así. Hay personas que sacan lo peor que hay en mí, la envidia en mayúsculas.

Eso que te vas de viaje, vuelo largo de X horas (para mi a partir de 2h ya es largo, porque me aburro con facilidad). A mitad del aburrimiento te das cuenta de que en varias filas a tu alrededor hay gente sobando. Durmiendo pero bien, con su fase rem, su boca abierta, todo. A baba suelta. Y tú piensas: mira qué bien duerme ese cabrón. Tocando tierra ya, el tío se despierta, gozoso y sin sobresaltos, y le oyes decir: “ojjjj que bien he dormido, tío, como nuevo. Ha sido pillar la pose y quedarme frito”. Sus dos horas de gustera yo las he pasado haciendo sudokus hasta el derrame cerebral, mirando con recelo los dibujos chorras de las instrucciones de seguridad, leyendo todos los papeles que había en el bolsillo de Doraemon del asiento de delante -me interesaran o no-, imaginando la vida de cada azafata o persona que tenía en mi campo visual, subiendo y bajando la mesita sin tener nada que apoyar en ella, mirando por la ventana -cuando el afortunado que la disfrutaba tenía a bien subir la maldita persianita- y así, hasta rellenar dos horas. Y todo por no haber sido bendecida con el don de pillar la pose. ¿Qué pasa con la postura, vamos a ver? ¿Reparten sólo unas cuantas al principio del vuelo y llego siempre tarde, como a los periódicos, y por eso me toca leer el Marca? ¿Acaso el asiento de ese tío iba acolchado con plumas de pechito de ganso, tiene reposapiés ergonómico masajeante  y por eso ni se clavaba el apoyabrazos contra las costillas ni le daba la sien contra ese relieve imposible que decora todas las ventanillas de los aviones? ¿O es que él tiene las cervicales reforzadas con titanio y adamantium y a mi me tocó el cuello de muñeco de ventrílocuo, que cede hacia cualquier lado dando cabezazos a la que me duermo un nanosegundo? Sinceramente, que asco dáis todos estos que pilláis la postura y llegáis a los sitios frescos como lechugas y no como servidora, que parece que venga de jugar la Super Bowl sin casco ni protecciones y con las mismas dos franjas negras pintadas debajo de los ojos, solo que en mi caso son ojeras, no betún.

A esta raza odiosa de gente que agarra la postura y no la suelta ni la presta hay que sumarle otra especie detestable también: la del buen cagar cuando viajan. Las dificultades de evacuación cuando se sale de casa son, curiosamente, un mal compartido por cientos de miles de personas. Menos por unos cuantos jodidos afortunados, que desatan ese tipo de envidia de cagarse en toda su casta (de poder hacerlo, claro). Hablo de esta gente que te ve hinchada como una gaita, que te ve sufrir rezándole a San Kiwi  y te propone con alegría "¿te apetece que compartamos un arroz para comer o prefieres unas migas?". Que guantazo os arreaba… Esta gente que cree alumbrarte el camino cuando te pregunta "¿Has probado a tomarte un Activia o algo así? Dicen que va bien", cuando tú ya llevas tantos bífidus y tanta flora intestinal que podrías reforestar el desierto del Gobi entero. Me refiero a estos que te dicen “ay, ¡yo es que cago en todas partes, no tengo problemas!” mientras te ven a ti haciendo química básica, a ver si a la fórmula ciruela + yogur + café + cigarro te da como resultado el tan esperado muñeco de barro. A esta especie sin corazón, que mantiene su ritmo intestinal con la precisión de un cronómetro olímpico y que necesita compartirlo contigo mientras tú sobrevives a base de tabaco Fortuna y Fabe de Fuca yo no les deseo nada malo, pero ahí les tengan que operar de miopía y solo esté libre Michael J. Fox.

Mención especial merece también este sector de la población que se conoce como "los del metabolismo agradecido", capaces de  tragarse la fábrica de chocolate de Charlie entera y sin apenas masticarla y quemarlo en lo que dura un estornudo porque tienen "un metabolismo muy agradecido". Los reconoceréis por ser aquellos que, cuando te ven haciendo dieta a base de apio y agua destilada (porque te has puesto redonderas por culpa de cuatro macarrones de mierda y tres coca colas), no pueden evitar decirte "yo es que como lo que quiero y no engordo, es mi metabolismo". A esta raza, de bofetón con opción a colleja, que necesita recordarte la suerte que tiene de poder comerse un gofre del tamaño de un mamut rebozado en nutella sin que su cuerpo absorba las calorías ni el colesterol, yo la envidio y la detesto en la misma proporción: lo primero, por la suerte de su naturaleza de eterna mojama que les garantiza tener siempre la misma talla y poder llevar en el 2012 ropa del '92; lo segundo, por lo irritante de su estupidez, su falta de tacto y esa mala costumbre de vacilar de algo que les vino dado por la gracia de Dios.

Envidiar a alguien por el lujo en el que vive, el cochazo que gasta o por el sueldazo que le cae cada mes a mí me ha parecido siempre realmente estúpido, porque son cosas que dependen de factores como los recursos, la suerte, el esfuerzo, el trabajo, la familia, las circunstancias de vida, etc. Tener bienes o acumular objetos… ¡bah, trivialidades! Lo que realmente jode es no tener ni siquiera el kit básico de ser humano que supuestamente nos dan a todos al nacer y que se compone de habilidades como pillar la postura buena (que debería ser cualquiera) cuando se tiene sueño; sudar de manera razonable cuando se hace deporte y no como si andase forrada en papel film de cocina; o tener la sangre salada y no rica como el turrón para cualquier mosquito que viva a 55 km a la redonda.
Lo que yo te diga: si la envidia fuera tiña...

martes, 12 de junio de 2012

De cuando un mensaje era solo eso, un mensaje


Cualquiera que me conozca un poco sabe que, en la lista "Actividades que practico asiduamente con mis amigos", la ingesta de cerveza al tiempo que se habla de la vida y se debate sobre el género humano ocupa una posición privilegiada en el ranking. Hace unos días en una de estas tandas de cañas, escuchando a dos amigos que me contaban las novedades respecto a sus recientes incorporaciones en materia sentimental, me di cuenta, de repente, del giro alarmante que han tomado este tipo de conversaciones en los últimos años. Ahora ya no basta con el amor, la pasión, el gustamiento, los nervios y todo lo que se deriva de tener una historia sentimental. Ahora, a todo eso, hay que sumarle la geolocalización.

"El otro día me llama, y me dice que si quedamos y vamos el sábado a la playa. Bueno, antes de esto me envía un mensaje el miércoles para contarme que tenía mucho trabajo y que, si queríamos, nos veíamos por la noche. Yo le dije que vale, aunque me iba un poco mal pero como hacía un par de días me había enviado ese mensaje tan raro y luego no me cogía el móvil pues pensé, venga, vale. Bueno no, espera. Tú lo último que sabes es lo del mensaje del domingo, ¿no? Vale pues el lunes siguiente no me dijo nada en todo el día. Entonces me conecté al Facebook y vi que se había conectado también. Le envié un Whatsapp y no me dijo nada, y yo flipando, claro, porque había visto el mensaje seguro, que me salían dos checks del Whatsapp. Le envié un mail por si acaso, porque a veces el móvil le falla, blablabla…". 

Mientras seguía el hilo de la conversación me puse a calcular, a grosso modo y casi sin querer, cuántas veces salía la palabra ‘’mensaje’’ y ‘’móvil’’ durante el relato. Pese a la cantidad de datos, fechas y otras referencias con las que me bombardeaba, no me resultaba difícil seguir la cuenta, dada la imposibilidad de pronunciar estas palabras en una oración sin gesticular absurdamente. Así, en los momentos en que el contenido de la conversación me abducía, el movimiento sutil de deditos tecleando al aire me hacían volver a mi recuento en paralelo."Le envié un mensaje" tiqui tiqui tiqui así, con los dos pulgares, o “todo esto que te cuento fue por mail” tiqui tiqui tiqui tecleando la nada, como memos. El número de veces en las que mi colega hizo referencia al móvil, al Whatsapp y otros elementos virtuales fue escandaloso, como también lo es esta incapacidad que hemos desarrollado con los años de explicar algo sin recurrir al inventario epistolar. El orden de los mensajes, por lo visto, ahora sí altera el producto, y un chorrimensaje del miércoles es VITAL para entender por qué estamos como estamos a día de hoy, por lo que se hace imprescindible saltar en el discurso de un día al otro, de un sms a otro para explicar cualquier acontecimiento. ¿Hemos perdido la capacidad de hablar en general, de lo que se siente y de lo que ha pasado sin más, sin necesidad de entrar en tanto detalle de días, horas, noches minutos, mensajes, mails y lo que surja? Absolutamente. 

Lo que más me inquieta es que en un tema tan visceral y emocional como es estar enamorado/enrollado/encantado o lo que sea, el móvil se haya convertido en el termostato de todo el proceso. De un tiempo a esta parte, la atención de una persona se mide por el número de mensajes que te envía a lo largo del día, siendo "muchos" algo positivo (“estamos todo el día mandándonos mensajes, y diciéndonos tonterías con el Whatssap”, “ayer me mandó cincuenta y cuatro mensajitos”) y “pocos” una señal de mal augurio (“ya casi no me manda mensajes ni nada”, “hace dos días que no me envía el mensaje de por la mañana, cuando antes siempre lo hacía” o “mira, el último es de hace cuatro días"). Y así.
La ansiedad que te provoca una relación se mide según el número de minutos que pasan entre que tú envías un sms y el otro contesta: "mira, le envié un mensaje ayer a las 21h y hasta este mediodía no me ha contestado. No es normal ¡seguro que le pasa algo o ya se está agobiando!". De la misma manera, y según el contador universal Nokia, el nivel de querimiento depende de la misma variable, por lo que si tarda poco en contestar, significa que la otra persona está por ti. En caso contrario, es un síntoma inequívoco de que “la cosa se está enfriando” y que “ya está, ya empieza a hacer rarezas”.

Lejos de mejorar las cosas, la llegada del Whatsapp ha supuesto el fin del equilibrio mental para muchas personas. Poder saber si el otro ha recibido y/o leído el mensaje es algo directamente proporcional al grado de locura que puede uno alcanzar. Y si además puedes ver cuándo fue la última vez que miró el programa del demonio, que empiece ya el festival del Tranquimazín porque:
-  Si lo ha recibido- leído, no contesta y encima hace pocos minutos de la última vez que se conectó, un 80% de la población entra en /mode Glenn Close en Atracción Fatal: desequilibrio total.
-  Si lo ha leído pero ha tardado mucho en contestar, hablamos de nivel de ansiedad tipo voy en reserva y no veo gasolineras, porque te hueles que está pasando de ti y que hemos entrado en barrena. Nada bueno puede ocurrir después de esto.
-  Si lo ha recibido, lo ha leído y te contesta enviándote la mierda sonriente, la berenjena o la flamenca, generalmente la desorientación vence al agobio, por lo que te quedas inquieto y decepcionado por lo poco elaborado de su mensaje pero con los nervios un poco más templados. Es flor de un día.
-  En caso de contestar con "normalidad" y "rapidez", además relajar al otro estará marcando un precedente y, si algún día se sale de esa agilidad, pasará a darse cualquiera de los supuestos anteriores.

De locura estamos todos bien, gracias.

Facebook es otra herramienta diabólica ideal para provocar un cuadro clínico de enajenación. “Ha puesto un “me gusta” en el muro de tal y se ha hecho amigo/a de no sé quién”, “sé que  se ha conectado porque ha puesto no se qué en su estado pero a mí no me ha contestado el mail, que se piensa ¿qué soy imbécil”, “siempre que entro a Facebook y está, al minuto se desconecta del chat”, “voy a poner que estoy aquí con tal y tomando cuál para que vea que me divierto y le joda”, subir dos mil fotos de fiesta con desconocidos, envolver tus actualizaciones de estado con un halo de misterio de parvulario para provocar preguntas… y otras formas de volverse un perturbado, perder el tiempo tratando de saber el dónde y el cuándo de todo y querer provocar una reacción en el otro que tú mismo no eres capaz de resolver de una manera más sencilla: hablando.

Tengo ganas de volver a escuchar historias bonitas y con una construcción del discurso normal, sin tanto tirar p’alante y p’atrás en el tiempo atendiendo a cada coma de un mensaje. Tengo ganas de que alguien me cuente que ha conocido a otro alguien y que no activa el DEFCON 1 si ese otro no contesta todos los mensajes rompiendo la barrera del sonido. Tengo ganas, en definitiva, de que volvamos a prestar atención a lo que nos pasa, a lo que se siente y no al día, la hora, el muro, la foto etiquetada o el emoticono de los juncos que nadie sabe qué mierdas significa.

Creo que no me equivoco si digo que "Las nuevas tecnologías en la pareja, usos y aplicaciones" va a ser el título del próximo best-seller que lo va a petar en las secciones de Autoayuda. Y a no tardar mucho como sigamos así.

jueves, 26 de abril de 2012

Cuando errar era de sabios y no de errantes

Conozco a pocas personas que se equivoquen con elegancia y con plena consciencia de ello. Conozco a muy pocas personas que confiesen cometer errores y no traten de disimularlo con positivismo superficial y con supuestos aprendizajes empíricos. Y conozco a menos personas aún que tengan valentía y madurez como para decir “he cometido un error” acabando la frase ahí, sin necesitar añadirle nada más.
El huracán del positivismo que viene asolando nuestra cultura en los últimos años se ha llevado por delante conceptos como el error, la asunción, la realidad, la aceptación y la responsabilidad. Con esta obsesión de querer ver el lado positivo de todo y de querer aparentar ser alguien constantemente feliz y positivo (para logarse así un supuesto reconocimiento en el grupo) se ha llegado a tal punto que, por lo visto, ahora ya nadie se equivoca. Ahora ya nadie la caga. Ahora a cometer un error se le llama “no estar acertado” y, sobretodo, se adorna con  sentencias tipo “pero me siento superorgulloso/a de mí mismo”, “pero he aprendido mucho de eso” o “bueno, estoy contento/a de todas formas porque ha sido una experiencia positiva”. ¿Pardonemuá?

¿Qué problema tiene la gente con cometer errores, sin más, y apechugar con ellos sin convertirlos en una fiesta? ¿Qué es lo que mueve a las personas a querer ser siempre alumnos aventajados, infalibles y perfectos? ¿No será que no sabemos cómo manejar la mala conciencia, la decepción o  el mal cuerpo que se le queda a uno cuando es consciente de una Gran Cagada? Pues sí. Resulta que con los errores pasa lo mismo que con la incertidumbre: no nos gustan, se llevan mal y hay prisa por largarlos y sacar de ellos una experiencia positiva segundos después de haberse cometido, aunque sea falsa. De ahí la necesidad (y tendencia social) de inventarse una realidad paralela donde todo parece un paseo y nada duele ni está mal. Y si ha estado “menos bien” (porque mal no se puede decir, que entonces eres un negativo, caca, uuuh, ¡fuera!), cierra fuerte los ojos y sonríe amablemente mientras dices “oye, pero he sacado algo muy bueno de esto y estoy muy contento/a conmigo mismo/a”. De este modo creerás haberte desecho de tu error y te quedarás más tranquilo porque creerás haber entendido algo.
Nótese que he dicho “creerás”,  porque el método del positivismo como consuelo para todo es sólo una ilusión para bobos, un consuelo tontorrón para aquellos que no pueden asumir un Error sin más si no viene forrado de azúcar. Y dije “creerás” porque, en realidad, de aprendizaje nada, queridos. La próxima vez volveremos a cometer el mismo error, porque con tanto disfraz seremos incapaces de reconocerlo si vuelve a pasar, y nos seguiremos dando de frente hasta que un día, mejor pronto que tarde, la madurez venza al miedo de saberse humanos, y por tanto imperfectos, y digamos abiertamente: la cagué. Será cuando se deje de adornar cuando se pueda ver, y será al cabo de un tiempo cuando se aprenda algo. Lo que se conoce como proceso de aprendizaje, vaya. 

Cada vez son más las críticas al empacho de optimismo y a la descontextualización de conceptos que venimos viviendo desde hace unos años (Bárbara Ehrenreich explica muy bien las trampas del culto al pensamiento positivo en Sonríe o muere). Se empieza por fin a poner en duda y a reprobar tanta indulgencia y tanta superficialidad a la hora de valorar las propias experiencias. Y no sólo eso: se empieza incluso a ver que esto de ser tan chupi-hurra-todo-es-una-bendición no es, ni mucho menos, práctico y menos aún real. Según un estudio (que podéis encontrar aquí  –en inglés- o  buscando a los autores T.Sharot, C. Korn y R. Dolan en San Google) una consecuencia negativa del exceso de positivismo radica en la subestimación de los riesgos. Las personas con sobrepeso de optimismo tienden a calcular erróneamente las posibilidades de que algo malo suceda y, además, padecen una resistencia al cambio mucho mayor que el resto cosa que en los tiempos que corren es algo más malo que bueno (¡uh! ha dicho ¡malo!). Sólo con este dato  ya deberíamos plantearnos si realmente  estamos haciendo bien pretendiendo que todo suene mejor de lo que es y transformando la realidad según nos parezca más conveniente.

Aclaro desde ya y para evitar debates absurdos que en este post no se pretende hacer una apología del pesimismo ni de la autoflagelación como método de redención por los errores cometidos. Que sí, que siempre es más llevadero plantearse la vida de cara que de culo, efectivamente, pero eso no está reñido con el realismo, la sinceridad y con la honestidad con uno mismo. Entre el auto-castigo machacón y el premio bobalicón que se dan muchos engalanando los errores, hay un gran espacio en el que se mueven conceptos tan interesantes como la autocrítica, la aceptación, el análisis, la reflexión y la resiliencia, grandes indicadores de madurez y de sentido común. Y es un espacio que estaría bien valorar, tener en cuenta y aprovechar. Ni que sea para poder decir, con fundamento y no como muletilla, que de los errores se aprende. De los eufemismos no.

martes, 17 de abril de 2012

Por estrenar

Quedé el otro día con una amiga para tomar algo y, por esas cosas de la vida que te dejan más mal que bien si las cuentas, salí de casa justa de tiempo. Ese “justo de tiempo” que te obliga a andar rápido y a hacer el baile del gorrión: una sucesión de pasos rápidos acelerados tras un saltito y tres pasitos cortos rápidos más seguidos de marcha rápida, con los que parece que corres más pero que, como  puede imaginar cualquier ser bípedo con dos dedos de frente, no sirven de una mierda. Llegué a mi destino reflexionando sobre lo idiota que venía pareciendo desde los últimos tres chaflanes cuando mi colega confesó hacer un baile parecido siempre que se veía llegando “casi” tarde a algún sitio. Y ahí pensé: ay mira Jackie, no estás sola en esto de hacer inutilidades. Consuelo efímero pero grato.

Cargar el móvil cinco minutos antes de salir es una de las actividades con más seguidores a nivel mundial y con menos resultados favorables que se conocen. Pero ¡eh! ahí me tienes  enchufando el aparatito a la corriente mientras me acabo de vestir, con la esperanza vana de que sirva para conseguir esa rayita en la batería que, supuestamente, me salvará de la hecatombe de quedarme incomunicada. Sé que esos cinco minutos servirán tanto como llevar el teléfono abrazado durante una hora confiando en que el cariño sustituya a la electricidad, pero da igual, una va más tranquila por la vida si sabe que ha hecho algo por solucionarlo. Aunque sea algo memo.

La misma sensación de esperanza vana me invade cuando voy de compras, encuentro algo que me gusta, me lo pruebo y, tras ver claramente en el mismo probador que me queda tan raro como a un cristo un Kalasnikov  me digo: “bueno, me lo probaré en casa  a ver qué tal”. ¡Ah! los espejos de casa, esos grandes… ¿cirujanos? ¿milagros de la óptica? ¿Qué esperas que pase cuando te lo vuelvas a probar en casa, reina? Si te queda mal en un sitio, la probabilidad que cambiando la variable espacio la cosa mejore es ninguna, cero, la misma que esperar que en el trayecto tienda- casa me de una liposucción espontánea. Si parezco salida de un cuadro cubista ya en el probador, en casa el fenómeno será el mismo pero con la única diferencia que habré arreglado el look tapándolo con otras prendas que en la tienda no tenía a mano. Nótese que he dicho tapado, porque en casa una intenta tapar los defectos que le hace la prenda, no combinarlos con complementos. Pero, como en el futbol, la esperanza siempre está puesta en que en casa ganemos. Una de tantas maravillas de la inteligencia humana.

Hablar con los aparatos eléctricos y acariciarlos/golpearlos es otro gesto estéril que comparte la raza humana en general y que yo practico a diario. Con la llegada de las pantallas planas los plasmas y toda este mundo de pulgadas, megapíxeles y jarpisíndeleins se ha perdido la tradición, pero hubo un tiempo en que aporrear la tele cuando no iba bien era  un gesto universal en muchas familias, tanto como el “deja de darle a la tele Mariano que la vas a estropear más” o como poner papel Albal en las antenas de los televisores porque así cogía más señal (dadme unos segundos para recuperarme de este ataque de nostalgia). Ya está. Yo reconozco que siempre he hablado (quien dice hablado dice gritado) con las impresoras, y me consta que no soy la única descerebrada que mantiene charlas (quien dice charlas dice insultar). No sirve de nada porque jamás he conseguido otra cosa que no fuera  hacer el pena delante de mis compañeros de oficina y seguir recibiendo papeles en blanco o con cuadritos de colores del aparato de los cojones. Eso y despertar la suficiente compasión en el informático como para que, después de oírme decir (gritar) “¡¿Falta papel? ¿Cómo que falta papel si te acabo de dar de comer?¿?¿ ¡Toma, está aquí!! ¡¡Si no coges los folios es porque no quieres!!!” o “¡¿Qué mierdas te pasa ahora, jodida, si ya te he mandado a imprimir doce veces el documento!?!!” le de por levantarse y hacer algo útil, como arreglarla. Gra-cias-ma-jo. Qué detallista.

Lo que me alarma de todas estos actos reflejos, además de la frecuencia con que los llevo a cabo, es que  se caracterizan por la más absoluta ausencia de lógica y por ser repetidos sistemáticamente aún sabiendo de antemano que jamás en la historia he obtenido ni un solo resultado favorable que me anime a seguir haciéndolos. Los temas que me he dejado de estudiar porque “sabía” que no iban a entrar me han seguido jodiendo la existencia; los aparatos siguen sin funcionar por mas que intercambie las pilas de sitio esperando que recuperen la energía o vete tu a saber esperando qué carajo;  los bolis que no pintan no van a sacar repentinamente un chorro de tinta por más aliento que se les eche (a no ser que te hagas tragado treinta y cuatro jalapeños, que en ese caso pasas directamente a formar parte de la familia de los dragones de Komodo, y ahí sí que ya no te discute nadie); y poner cd’s viejos en el balcón o bolsas de plástico atadas jamás ha evitado que las palomas sigan decorando el suelo de tu terraza con mierda al óleo.
Por eso, y viendo el gran delay que lleva mi subconsciente respecto de la ciencia, me pregunto: si  no hay argumento empírico que los respalde, porque ninguno de estos actos me ha funcionado nunca, ¿por qué carajo insisto? y ¿cuántas horas al día me paso con la lógica y la razón desconectadas? Cualquier día me sale moho en el cerebro por no sacarlo del celofán ni para estrenarlo.

martes, 3 de abril de 2012

Prêt-à-vomiter


Pues fíjate tú que ya estamos con la cabeza metida de lleno en el entretiempo, esa época del año en la que florecen las combinaciones de ropa tan psicodélicas como extremadamente absurdas; esos días en que los calcetines molestan como si estuviesen fabricados de lana gorda y carbón encendido y vas a todas partes con chaquetas y ropa sobrante en la mano; esa época de vestir a parches porque cómo-se-nota-ya-el-calor, sí-pero-cuidado-que-luego-refresca, y sí-además-no-tengo-ninguna-chaqueta-de-entretiempo-que-me-abrigue-lo-justo.
Zara y sus secuaces ya hace semanas que sabían que llegaría este momento y llevan todo este tiempo (desde febrero, de hecho) exhibiendo lo que las revistas denominan "los musts de esta primavera-verano", "lo que se va a llevar", "lo más trendy" . Observo lo que  Vogue, Elle y modernísimas bloggers de moda consideran “imprescindibles” y cosas que “no deben faltar en tu armario para ser cool total” y me tomo unos momentos para decidir si me va a dar más por la cagalera súbita o por la risa psicópata. Y es que temporada tras temporada me sorprendo haciéndome la misma pregunta: ¿esta mierda se va a llevar? O ¿esto se lo va a comprar alguien, en serio? Porque sí, habrá tendencias elegantes, líneas que estilizan y colores que favorecen, estampados arriesgados y combinaciones estilosas, vale. Pero algún zurullo que otro también se les escapa a los Señores de la Moda, no nos engañemos, así que he hecho una lista para todos aquellos escépticos que se olvidan de esos grandes errores de las tendencias:

-     Las sandalias de cuello alto. Mi más absoluta incomprensión. ¿A qué se debe esa moda extraña de llevar el tobillo cociéndose a fuego medio y los dedos al aire? Ni encerrando a 60 científicos y 40 zapateros en un búnker durante semanas encuentran entre todos una manera mejor de cortar, achatar y ajamonar la pierna de una mujer. Gracias, cabrones, por sugerir que llevar una sandalia que parece un calcetín con un gran tomate por donde asoma todo el pie sea lo último. ¿Qué será lo primero? Me viene un escalofrío justo después de cerrar la interrogación.

-     Los shorts. Una prenda mona, graciosa, juvenil y apropiada únicamente para chicas altas, flacas y de 14 años que van de campamentos al río. No hablo de bermudas, conste, prenda que, dicho de paso, únicamente sienta bien a altas y delgadas una vez más. Hablo del short pretuno, del pantalonsito de reaggetona, de ese minúsculo pantalón vaquero ceñido y mil veces más eficiente que el colesterol para provocar trombosis. ¿De donde sacarán esa mala leche a la hora de sugerirnos looks? Si quisiera parecer Regina dos Santos me pintaría de marrón, me cardaría mucho el pelo y me pondría pechazos, pero shorts de fulana (y no me refiero a la amiga de mengana) jamás. Porque llevar medio cachete al aire o levantarse de una silla de playa con rayas horizontales atravesando los muslos no es bonito ni cómodo ni práctico. Es tacañería del fabricante, caballeros.

-    Los vestidos a ras de césped, o la imposibilidad de encontrar un vestido que no me haga enseñar el choto cuando me agacho. Ahora resulta que es “super trendy” llevar un look “preppy” compuesto por un vestido orea-chumino que te tapa algo únicamente si estás de pie y muy tiesa, porque a la que una se sienta o se agacha ¡Tachaaaaan! ¡Hello moñate , goodbye dignidad! Panda de cabrones... ¿por qué no sugerís unos pantalones con un par de agujeros bien grandes en la bragueta para que al sentaros los huevos os topen con el acero frío de la silla? Verías tu qué risas y como se dejaban de hacer vestidos-blusas.

-    Llevar tacón no significa parecer drag queen o tullida. Puede resultar obvia esta afirmación pero, a juzgar por el grado de hijoputismo con el que hacen los zapatos, yo diría que estoy descubriendo algo serio. Zapatos con un tacón tan alto y tan fino que no te aguantas  derecha ni en el probador. Stilettos tan exagerados que con eso no se anda y menos aún se corre así que ya te estén atracando, se te escape el bus o venga un misil de cara, no se te ocurra alterar tus pasos de geisha si quieres conservar los molares en su sitio. En resumen: zapatos tan altos que sólo sirven para que los ligamentos cruzados acaben siendo paralelos o para sacar las piernas de una limusina (sin levantarse, claro, eso ya hemos dicho que no se podía). Eso por no hablar de esa especie de medio-botín-medio-zapato con plataforma, que vienen con su ristra de cupones de regalo cuando vas a pagar, porque de los ortopédicos de cojo a éstos hay muy poca diferencia. Pero son preciosos y estilizan la figura, sí. Claro que llevar un mástil ensartado por el culo también hace más alto y oye, se te queda la espalda erguida que es una gloria.

-     Los trikinis, una diabólica amalgama de lycra que debería ir siempre acompañada de riñonera, gafas de sol TruColor del Teletienda y un ventilador chiquitito de esos a pilas para acabar de darle el look tarugo al asunto. El trikini es el mayor insulto que nos han hecho jamás a las tías. Como si no fuese ya bastante difícil salir del agua sin que se te meta la braga por el culo, uno de estos garantiza tener media cacha fuera, un cuarto de pezón al aire, un par de michelines espalderos que antes no tenías y el bronceado más tonto de toda la playa. ¿A quien habrá que agradecerle este elemento tan “in” y con tanto glamour? Por enviarle un par de sobrasadas, digo.

La lista de grandes aberraciones y sugerencias de moda incluye otras perlas como las bambas con taconcito; la fiebre por hacer que todo sea strecth-ajustado-entallado-ceñido que marque hasta el páncreas; las botas-descanso con pelo de yak de Albacete ideales para los días de invierno gélido que tenemos aquí en el tirol español; las zapatillas de estar por casa modelo carcamal para lucir por la calle con unos dockers y un pijo naftalinero dentro; el estilo pin-up patrocinado por Bershka y que ha condenado al horterismo a todo un universo iconográfico; las botas altas por encima de la rodilla modelo Luis XIV que han contribuido a la recuperación de nombres tan ilustres como Aramis, Portos y Athos… y un largo etcétera de mierdinguis que todos intentamos olvidar.

Lo que me indigna de todas estas truñer propuestas de moda es la coartada que se usa siempre para defenderlas: la incomprensión. Si te parece ridículo llevar zapatillas de señor para ir por la calle significa que es una tendencia demasiado elevada para tí, pobre mortal sin visión de futuro. Por eso parece que sólo entienden de moda los asindromados que, con voz nasal tipo retraso mental aristocrático, anuncian desde sus  videoblogs los artículos ultra imprescindibles que son “lo más”, “súper trendy”, “cool” y que “no puede faltar en tu armario” si quieres ser alguien esta temporada. Y hala, todo el mundo a decir chorradas amparados en  el paraguas de la modernez incomprendida. Y venga, todo el mundo a creérselo y a repetir las mismas tonterías que se vienen diciendo desde hace años sobre los tacones altos, supuestamente tan femeninos y tan cómodos que te sientes más mujer con ellos y, ojo, que además llevan añadido un plus de orgullo por saber sufrir para parecer estilizada. Si nos convencieron para decir esto de unos "zapatos" que deforman el pie, hinchan las piernas y dan dolor de espalda, lo demás es sólo cuestión de tiempo y de poco criterio. 

De la moda no se salva nadie y el que más o el que menos ha tenido pantalones de campana, ha llevado tacón destroyer o ha lucido vaqueros con agujeros en algún momento. Y claro que cuando nacieron las hombreras nadie sabía cuánto nos íbamos a reír de ellas unos cuantos años más tarde; y que todos los que las llevamos en algún momento queremos caer al suelo fulminados por un rayo cada vez que tu madre enseña Esas fotos. Pero una cosa es vivir en tu tiempo y vestir más o menos a la moda, y otra muy distinta definirse a través de ella y decir cosas como (póngase otra vez voz de pijo mónguer) “yo es que soy un fanático de los zapatos”, "donde se ponga un taconazo que se quite cualquier cosa",  “me apasionan los bolsos y puedo tener doscientos, o sea, tranquilamente”, “mi estilo es el hippy-chic y a veces casual pero trendy”, o “yo soy una fashion victim”. Cuando oigo este tipo de disparates, muy en la onda del nuevo y fantástico spot de Loewe y sus protagonistas discapacitados, me vienen a la cabeza dos breves reflexiones:
1-   víctima de la moda es esa señora de la India que cose ropa durante dieciocho horas en un taller de mierda e insalubre por 1 € al día
2-   ¿Fanático de la moda? ¿cool y trendy? A ti lo que te pasa es que eres gilipollas.

lunes, 26 de marzo de 2012

La soledad del fuerte

Se comenta a menudo que soy fuerte, que tengo carácter, que soy valiente, que tengo perspectiva y que, por eso, se me da bien escuchar. Se ha dicho en varias ocasiones que los tengo bien puestos, que tengo una curiosa capacidad analítica y que acostumbro a ser asertiva y contundente. También se ha apuntado varias veces que me explico con claridad, que aporto un punto de vista curioso a algunos asuntos y que soy luchadora. Y, por lo visto, todo eso mola. No sé yo.Tendrá su lado amable pero si algo sé es que, contrariamente a lo que se pueda pensar, estas características tienen un precio, es elevado y lo paga sólo el poseedor, nunca el beneficiario.

Una consecuencia amarga que tiene esto de ser aparentemente seguro y fuerte es que las personas acostumbran a olvidarse de ti cuando de repartir se trata. El abandono del fuerte, ese abandono disfrazado de admiración o de cariño amoroso que no deja de ser eso, abandono. Porque los fuertes, por lo visto, no necesitamos ánimo, no necesitamos atención, no necesitamos nada. A los luchadores que nos jodan, que ya nos arreglamos solos porque la autosuficiencia va implícita y se sobreentiende que es infalible. Eh, que molas mogollón y te quiero mucho porque me ayudas siempre, conste, pero para tus cosas y cuando necesites aliento apáñate sólo, que a ti no te hace falta y, además, yo estoy demasiado ocupado siempre buscando aplausos por doquier y necesitando del resto.

Qué bien.

El rol de terapeuta 24h es la segunda consecuencia que se desprende directamente de la anterior. Eres fuerte y aportas perspectiva a los problemas, ergo te voy a llamar siempre que necesite un escuchador y te voy a volcar toda mi mierda cuando te vea. Luego, volveré a mi casa tan ricamente y aliviado habiendo dedicado cinco escasos minutos de nuestro encuentro a preguntarte qué tal estás, y volveré a llamarte únicamente cuando necesite otra inyección de moral o cuando sienta que el peso de mis problemas es demasiado y vuelve a ser la hora de volcarlos sobre alguien. ¿Te preguntaré qué tal te va y escucharé tu respuesta con atención? ¿Compartiré contigo luego tus inquietudes para intentar arrojar un poco de luz, por aquello de colaborar? No hombre no, porque tú eres fuerte, tú siempre estás bien, no lo necesitas tanto como yo. Vosotros con una palmada en la espalda vais sobraos.

Toma un sugus y a correr.

El cariño, el cuidado, la dulzura y el tacto son cosas que, generalmente, se nos dan con cuentagotas porque la resistencia y la impermeabilidad van implícitas en el lote también. De alguien fuerte te puedes burlar cuanto quieras, que ellos aguantan porque no son sensibles como el resto de inseguros necesitados de hurras, vivas y bravos. A las personas como yo, con carácter, determinación bla bla, nos dan igual los detalles, por lo visto, los cariños, las atenciones, los mimos y los gestos dulces. Con un azucarillo rancio que nos den de tanto en tanto, ya tenemos bastante, porque quienes realmente necesitan los gestos de amor y los cuidados son otros: los inseguros que nunca saben qué hacer ni cómo y ay-y-uy-y no sé yo; los pusilánimes que llevan su debilidad por bandera con la única intención de inspirar compasión en el otro; aquellos que se alimentan de atención permanente, gestos de aplauso y oles por cualquier gesto mínimo que hagan; aquellos quienes necesitan el terapeuta que hay en ti porque claro, están mal y hay que ayudarles; los  débiles de espíritu de los que siempre hay que tirar y a quienes hay que animar hasta la extenuación para que hagan algo… En resumen, los egoístas. Porque si hay común denominador en todos estos perfiles es el egoísmo. Esa avaricia que les mueve a sangrarte hasta la última gota de energía de para luego, una vez recuperados, no devolverla jamás. Ese egoísmo que los convierte en grandes maestros del escapismo cuando de mirar a su alrededor y echar un cable se trata. El mismo egoísmo que les hace desaparecer discretamente cuando te llaman una vez más para buscar tu fortaleza, tú te quejas con un “ya está bien, yo también estoy mal hoy” y desaparecen sin más, ofendidos además por haber encontrado el consultorio cerrado ese día.

Que ombligo tan entretenido tienen que tener algunos para andar todo el día contemplándolo, oiga.

Históricamente al fuerte se le ha abandonado a su suerte (¡rima!), dando por hecho una autosuficiencia y una resistencia titánica no siempre real y volcando el 100% de los recursos en los mismos. Sin embargo, de un tiempo a esta parte son varios los sectores que están empezando a salir en defensa de este colectivo herculino, son cada vez más las asociaciones de apoyo a los “aguantadores” y  caza vez más las personas que se dan cuenta de que hay que cuidar a los que cuidan y apoyar a los que sostienen. Ya era hora que se reparase esta cagada histórica, ni que fuese un poco, y se empezase a romper el mito que los fuertes no necesitan nada y que lo son por la gracia de Dios. 

Se habla a menudo de la soledad del poderoso, ese vacío con eco que se dice que hay ahí arriba en las alturas de tu propio imperio; también es conocida la soledad que acompaña a la fama, ese aislamiento pasivo en el que se ve envuelto el protagonista a quien sus amigos ya no llaman por no molestar o porque dan por hecho que no podrá atenderles. Pero hay un tipo de soledad, menos glamurosa y económicamente menos rentable que es la soledad del fuerte: esa que paradójicamente te rompe el corazón pero que se retroalimenta haciéndote aún más fuerte. Curiosidades de la vida.

lunes, 12 de marzo de 2012

Cambiar el filtro

Una de las cosas malas que tiene hacerse mayor (digo una, por no entrar en una nostalgia suicida) es que se inunda uno de pudor. La peculiaridad de esta sensación es que, además de ser una construcción social más o menos castrante en función de donde se viva, tiene fecha de caducidad. El pudor es algo que empieza a darse en la adolescencia y termina, generalmente, cuando se llega a los ___ años (rellene cada uno el hueco con la cifra que crea más conveniente), que es justo cuando uno recupera la libertad de hacer lo que le amanezca. Se deja de filtrar, como cuando se es niño.

Conozco a una pareja que tiene cuatro hijos. Uno de ellos, Mateo, tiene cinco años, una personalidad fuerte y una lógica la mar de particular. Mateo se levanta la mañana del último día de colegio antes de Navidad especialmente inspirado, y decide que el papel de pastor que le ha tocado representar en la obra de teatro del cole lo hará vestido de Spiderman. Porque le pasa a él por sus pelotas. Y ya. La madre le explica que no puede ser, porque tiene que hacer de pastor y tiene que llevar zurrón, alpargatas y todo el kit que el cargo requiere, y Mateo le dice que sí, que hará de pastor, que llevará zurrón y lo que quiera, pero vestido de Spiderman. ¿Dónde está el problema? ¿Acaso no juega él al fútbol, a días con pantalón corto a días en pijama en el jardín? Pues venga. Y de esa santa casa no va a salir nadie hasta que a Mateo le dejen ir con su disfraz de hombre araña o encuentren una razón lógica que invalide su grandísima argumentación.
Esa misma tarde Mateo, con esquijama arácnido, zurrón y chaleco de borrego, llevó una cabra al Niño Jesús mientras saludaba a su madre sentada entre el público. Descojonada. ¿Pudor? ¿De qué?

Mis padres tienen unos vecinos con un hijo la mar de curioso. Pol. Tiene unos tres años, un gran sentido del humor y unas manías y unos gustos perfectamente definidos. Uno de ellos (no sabría si clasificar como manía o como gusto, la verdad) es quedarse dentro del coche aunque hayan llegado al destino si él considera que el viaje ha sido corto. Si al niño le ha parecido que el trayecto era insuficiente para sus ganas de coche, no se baja. De hecho, de ese coche no baja ni Perico el Gitano porque acostumbran a quedarse los tres miembros de la familia dentro, ahí, pasando sus ratos (ya sea en la calle o en su propio garaje) como si ninguno de ellos hubiese notado que ya han aparcado, esperando que el cachondo del niño se de por satisfecho. Que suerte tiene Pol.

¿A nadie le ha dado nunca rabia llegar al sitio? A mi me pasa muchas veces eso de ir en un coche tan a gusto y pensar ''oiñ, ya podríamos seguir hasta Rusia'', porque realmente hay viajes que saben a poco y a los que les faltaría un ratito más. Como esa hora de sueño que te falta a veces y que rascarías de donde fuera. Pero ¡ah! la sentada pacífica en tu propio coche sólo puedes plantearla si aún no conoces el pudor, porque a medida cumples años sumas vergüenzas. Qué cosas.

Llegados a la edad adulta (cuyos límites dependen de la madurez de cada uno y del pavo que se lleve encima) el pudor se llega a deformar hasta tal extremo que, no sólo a nadie se le ocurre salirse de la norma un día cualquiera, sino que se dejan incluso de hacer otras cosas tremendamente placenteras. Como cantar. Me cuentan en casa que de pequeña yo cantaba y bailaba por la calle como una reina. Sin motivo aparente. Y sin necesidad de nadie más, al loro, que lo de ser vedette solista no es nuevo de ahora. Por lo visto lo hacía con asiduidad y con ausencia total de vergüenza, compartiendo talento por simple gustera. Y ahora ¿cantaría algún adulto? Pues no. Y no porque no apetezca, ojo, sinó por pudor. Y es una pena, porque esos días que servidora va por la calle contenta, andando con la brisa de su parte y el Ipod a seis mil decibelios, cuando suena ese temón que todo el mundo lleva en su lista de reproducción, arrancarse a cantar y montarse un videoclip improvisado con la gente que pasa sería la apoteosis máxima. Pero en lugar de eso me tengo que concentrar para no pasarme del límite de cantarpordentro y que la sonrisa de Buda loco que se empeña en salir no me haga parecer una perturbada. Entonces cierro los ojos y pienso: joder, a parte de inocencia hemos perdido alegría con esto de la madurez y lo adulto.

Comentaba el Sr.Getb hace unas semanas bajo el post ¡
Torero! la importancia de vivir la vida sin que importe lo que piensen los demás. Tras admirar el valor del señor del gimnasio a quien dedico el post, concluía su comentario con un deseo: llegar a los 70’s con los mismos huevos que mi torero. Pensándolo bien, no creo que sea una cuestión de valor, en absoluto. Creo que es más bien una ausencia de pudor que se da para cerrar el círculo evolutivo: nacer sin manías, vivir estrechos entre vergüenzas y, a partir de cierto momento, superar el pudor para irnos como vinimos: sin filtros.

lunes, 27 de febrero de 2012

¿Aprender de los errores?

 Y al octavo día, la ira de Dios (que venía de estarse siete días incubando) se abalanzó sobre mi portátil, recayendo sobre él  la maldición del virus más destructor que había sobre la capa terrestre (tipo ébola, lo menos) dejando todo el disco duro tan revenío como el tranchete seco de un bocata hecho la noche anterior. Y ese mismo octavo día, por la tarde, servidora se fue de urgencias con su ordenador en brazos (literalmente) a un hospital de guardia especializado en portátiles, a aguantar los chascarrillos de un informático que no acaba de entender que, después de la ira de Dios, cualquier comentario o gracieta que se haga sobre el tema puede generar odio súbito hacia su persona.
- Yo: (dejando el portátil sobre el mostrador) Hola, buenas tardes.
- Informático: Hola ¿qué me traes?
- Yo: [Respuesta que daría en un universo para lelos: ¿Qué te traigo? Este cuenco con anchoas, incienso y mirra, ¿qué te parece?] Pues mira, el portátil, que se ha quedado bloqueado.
- Informático: ¿Qué le ha pasado?
- Yo: Pues que me estaba descargando cosas y de repente se ha quedado la pantalla bloqueada, cientos de ventanas de error y fundido a negro.
- Informático: (sonrisita complaciente y cara de travieso gilipuás) Te estabas bajando música de internet, ¿eh?
- Yo: [En el mismo universo para lelos de antes: Sí, ¿a que nunca antes habías conocido a alguien que lo hiciera? ¡Ven pacá dos besos, hombre, que este honor no lo tiene uno todos los días!] Pues mira, sí, me estaba bajando música...(activando mi cara de "uy si, que gracioso, ñeñeñe..")
- Informático: je je, Sí, claro, todo el mundo lo hace ¿eh? Bueno, pues a ver, por lo que me cuentas, debe ser un virus. (Sonrisa complaciente II) ¿Tienes copias de seguridad?
- Yo: [Saco con parsimonia un salmón gigante de mi bolso y le doy con él un hostión sublime] Ehm, no, obviamente no. Si las tuviera no vendría con la cara desencajada ¿Alguien te contesta “sí” a esa pregunta?
- Informático: No, no, la verdad es que no, lo de las copias de seguridad lo hacen pocos jeje . Bueno, mira, a partir de ahora seguro que haces… de los errores se aprende, ¿no? (sonrisa complaciente III)
- Yo: Y de que te den ostias como panes también, si… [Saco de nuevo mi salmón y vuelo a zumbarle para dar sentido y ejemplificar con mi frase]
- Informático: Si no puedo salvarlo todo, ¿quieres que salve algo en particular?
- Yo: [Si, las mujeres, los niños y sobretodo, por encima de todo, no te olvides de salvar la calculadora de Windows… Notejode] Pues hombre, sí, lo típico, mis documentos y mis imágenes… clarostá.

El final de mi entrada en urgencias estaba más que cantado desde el momento en que puse el pie allí: a la mierda el disco duro y a la mierda el plazo de 48h  que aseguraron tardar en devolverme a mi retoño, porque un virus rarísimo y devastador, que por lo visto no es frecuente, se lo ha comido todo, absolutamente todo, dejando en pie sólo el botón de inicio y los putos tulipanes del escritorio. Ah bueno, y alguna que otra cosa que han podido recuperar, eso también. De todo lo que yo tenía (que era mucho, como todo el mundo, mucho y dramáticamente importante) han podido salvar algunos archivos. Y aquí, aquí justamente y no en otro punto, está la gracia. ¿Qué se ha podido salvar? Pues, como no podía ser de otra manera, los cuatro ñordarchivos que ni recordaba que tenía y las cuatro mierdercosas que se me olvidó un día borrar. ¿Fotos cojonudas que nunca más recuperaré, de viajes y en las que salgo estupenda? No, eso no. ¿Documentos como mi blog, mis currículums, aquel proyecto que conservaba con amor o aquellos guiones que tenía pendientes de terminar? ¡No hombre no! Mejor joderte conservando un power point chorras con estrellitas que se mueven y gatos metidos en cestitas que recuperar documentos que sí necesito. Se entiende que el virus aparte del plato una foto monstruosa de algún bautizo de familia lejana y hortera que me mandaron en algún e-mail o el típico archivo de texto con apuntes de los años mozos de universidad que guardaba por olvido más que por recuerdo. De ser virus yo tampoco me lo comía, está claro, pero eso no quita que me salga espuma por la boca del cabreo titánico que llevo con el sibarita de los cojones.
Lo curioso de esta tragedia griega en que me he visto sumida esta última semana es darse cuenta de que no nado sola en el mar de la irresponsabilidad, porque nadie (repito, nadie de mi entorno) hace sus deberes con las jodidas copias de seguridad. Y lo sé porque he hecho un sondeo rápido (con una muestra pequeña, vale, pero fiable) para comprobar cómo de imbécil soy y cuántos somos en el equipo. A la pregunta “¿tu tienes copias de seguridad de tu ordenador?” he encontrado múltiples respuestas que pueden organizarse en tres grandes grupos: a- Aquellos que responden “Nah” con el mismo pasotismo que una vaca chula porque, no sólo no hacen copias, sino que se pasan el asunto por las ingles; b- Los que dicen no hacer copias pero confiesan tener un disco duro externo en el que cada diez años van volcando información, porque les pasó algo parecido y aprendieron a tener un disco externo (que no a usarlo) ; c- Aquellos que responden con miedo "hostia, no..." y a quienes mi pregunta acojona e inquieta a nivel de sudor frío y corriente por el espinazo pensando “eres el siguiente”, porque en su momento ya fueron víctimas de un ébola como el mío y  acaban de recordar que siguen sin hacer las copias que salvarán el mundo.
Visto como las gastamos en general, puedo concluir que no soy la única párdel que va por la vida en /mode salvaje, que somos todos unos inconscientes a quienes nos gusta vivir al límite (al menos mi entorno) y que no aprendemos chicos, ¡no aprendemos! ¿Y por qué? Porque hay tareas que, sinceramente, son pesadas de cojones y no se corresponden con la edad avanzada en tecnología en la que supuestamente vivimos. Los homínidos ya no somos una especie que lleve bien eso de anticiparse y prevenir tomando como ejemplo errores que hayan cometido otros, porque estamos tan evolucionados y somos tan listos que necesitamos experimentar  y equivocarnos por nosotros mismos. Como buenos gilipollas. Es por eso que aún se oyen casos como el de aquel que volvió de la playa con la piel del mismo tono y textura que un costillar del Foster’s Hollywood por no hacer caso a su madre y echarse crema, o como aquella otra que lo acabó dejando con su novio después de demostrarse, una vez más, que el susodicho era un cabrito y seveíavenirdelejos porque había hecho lo mismo con doce novias anteriores.
Si en casos así uno no aprende ¿cómo pretenden que lo hagamos con asuntos en los que la prevención da tantísima pereza? ¿Quién hace copias de seguridad, a ver? Naaaaaaaadie, porque el proceso en sí da tantísimo palo que hace que uno se acuerde siempre del "ay, a ver si hago copias" en el momento exacto en el que pulsa "Apagar" cuando el ordenador pregunta  ''¿Está seguro que desea apagar el equipo?". De ser menos aburrido esto de las copias, lo recordaríamos. Y de ser un procedimiento automático (que se hace solo, vaya), ya no te cuento.  ¿Quién se lee entero lo que pone antes del “Sí, he leído y acepto los términos y condiciones…”? ¡Nadie hombre, nadie! Lo ponen así de largo y con tantas cláusulas precisamente para eso, para que le des el sí a ciegas. ¿Cuánta son los que han perdido los contactos del móvil y han empezado a pasar los números a una agenda escrita? Pues pocos, también, muy pocos. ¿Por qué? Porque no han inventado aún una buena solución que no implique pegarse un curro de taller chino. Con lo cual y tras lo expuesto, concluyo mi reflexión echando la culpa, una vez más, a los de I+D. De aplicarse un poco y proporcionar al mundo soluciones que no den semejante flojera como las que hay a día de hoy, no seríamos tantos los gilipollas que nos encontramos, de repente, suplicando por Mis documentos o enviando mails a todos los contactos con el asunto ''he perdido el móvil y todos vuestros números".

jueves, 2 de febrero de 2012

El efecto sorpresa

(en el bar)
-¡Coño qué frío, tú! Está nevando en un montón de sitios ¿eh?
-Eso dicen por la tele. La ola siberiana esta, no veas…
- Mi cuñado, que vive en Caldos de Brea me ha enviado esta mañana una foto  y estaba todo blanco!
- Qué cosas, tu..

(en el gimnasio)
- (…) me ha dicho mi madre que por ahí también nevaba. Y dicen que va a seguir.
- Yo cuando me he levantado nevaba. Luego ya ha parado, pero sí que dicen que ahora paraba pero que esta noche más.
- Siiiii ¡¡yo también!! Me he levantado y ¡¡caían copos!! No cuajaban ¿eh? Pero sí, tu, me he quedado…

(en el súper. Concretamente en la carnicería)
- (a grito limpio y con tono enfermera de geriátrico) ¡¡Carai Sra. Carmen, la veo abrigada hoy ¿eh?!!
- Hombre hijo, ¿tú sabes qué frío hace?  De verdad que sí¿eh? Es que no se puede estar en la calle que te quedas como un pajarico.
- Yo me he tenido que poner esta chaqueta gorda, porque hoy ni yo lo aguanto.
-Terrible. De verdad que sí. Yo no sé… esto no es normal. Como siga así…

Todas estas conversaciones tienen dos cosas en común: unas estructuras gramaticales que dan pena y, para mi pasmo, algo peor: el aire de sorpresa. En serio, ¿qué carajo tiene de sorprendente que pegue frío en invierno? Pues ya te lo digo yo: entre nada y menos aún. Hombre, si me dices que vamos abrigados hasta la inmovilización y con pinta de peluches esquiadores en pleno julio, te digo vale, coño, sorpréndete entonces. ¿Pero en febrero? ¿Qué te esperabas, alma cándida? Que sí, que por aquí no acostumbra a nevar nunca, pero a ver… ¿Es la primera vez en tu vida que te das de frente con el concepto nieve? ¿Es la primerísima vez que, en toda tu existencia, sientes que hace frío y de ahí tu perplejidad? No te digo nada cuando nos invada algún ser superior de Ganímedes o de Zhyron… ¿cómo te vas  quedar? Y a ver qué cara de asombro le pones, porque la de “¡oh sorpresa!” ya la has gastado hoy fascinado con el frío.
Dándole vueltas a la chorrada esta de la nieve inesperada (anunciada ya hace una semana larga ¿eh? pero  para la mayoría sorprendente igual) he recordado varios momentos en que, valga la redundancia, me sorprende la sorpresa que generan algunas cosas que se dan, invariablemente, cada maldito año (o casi). A saber:

El calor. Ese día de julio-agosto que pega tal calicha que no sabes si quemarte vivo, a ver si las llamas te traen un poquito de brisa al moverse. Ese día (típico) de verano también es una sorpresa, porque no das crédito a tanto calor, te parece insólito y necesitas comentarlo. Además, generalmente, en la tele se lanza el dato que te va a dar la razón, algo así como “hoy el día más caluroso de lo que llevamos de año’’ y que te concederá la coartada perfecta para activar el /mode sorpresa : ¿Lo ves Antonio? Si es que este calor no es normal, ¡¡si lo dicen hasta por la tele!! . En realidad han dicho “de lo que llevamos de año”, no de lo que lleva el planeta Tierra en órbita, cebollo, pero da igual, porque la excepcionalidad, para la mayoría, no es algo que necesite ser contrastado. Que fuera hoy, 2 de febrero, un día de esos en que se te funde hasta el alma y levantarte a por algo se salda con un balance de dos litros de tus propios fluidos invertidos en ello, te digo, vale, notición, sorpresa y alerta naranja, si quieres. ¿Pero en julio? ¿Qué esperabas? Entiendo que tampoco ayudan nada los datos de adorno que acostumbran a ponerle a estos temas, tipo “han dicho en el tiempo que no hacía una ola de calor así desde el 68” (aplíquese este mismo ejemplo para el caso anterior sustituyendo “ola de calor’’ por “temporal de frío”), por eso la cosa siempre parece más y nueva. Pero, si se fija uno, esto de las comparaciones con años anteriores se viene haciendo desde siempre, con la diferencia de que cada año cambia el número. Si este año “no hacía un tiempo así desde el 68”, el que viene será  “desde el 74”. No se me ocurre información menos útil y menos relevante que ésta. Porque vamos a ver, ¿qué significa eso, exactamente? ¿Que estoy sudando hoy lo mismo que alguien que estuvo en Barcelona ese año que se parece tanto a este calurosamente hablando? ¿Qué una ola de calor así no se daba desde el 74 pero, si a este verano le da por tener cinco días mas de temperaturas grado vulcano, se podrá comparar entonces con la ola que se dio en el 81? No me sirve de nada esta mirada histórica, sinceramente y, por encontrarle un uso, sólo confirma mi estupor: si esto ya ha pasado antes ¡de qué tanta sorpresa!

Las señoras afincadas en la puerta de El Corte Inglés el primer día de rebajas. Qué fenómeno tan extraordinario, sí. Desde el año 45 que existen estos almacenes ¿no? Ponle que las señoras cortas de entendederas empezaron a amotinarse en la puerta para ser las primeras de las rebajas en el año 50, por decir algo. Qué llevamos, ¿sesenta y dos años con la movida esta de las carreras de momias? ¡Pues aún son noticia! Aún se trata el asunto como si fuese relevante y algo que nadie espera encontrar. Si hicieran algo por actualizarse y, qué sé yo, fueran todas rapadas al cero y con bates de beisbol, por ejemplo, te diría: hombre, eso SÍ sería una sorpresa. Eso sí sería innovar, innovar y acojonar a los seguratas, eso también. Desde luego, ese plano general de hordas de señoras calvas y armadas con palos de madera entrando al Cortinglés a por bragas baratas sería impagable. Una noticia como Dios manda, me vais a decir que no…

El candidato del partido Tal que “madruga para ir a votar(se)” cada vez que hay elecciones. Desde que tengo uso de razón y memoria (cosa que no va, ni muchos menos, a la par) han venido emitiendo esta mierdernoticia en todos los telediarios cada santísimo día que ha habido elecciones, generales, provinciales, da igual. “El candidato por el partido Tal ,Jose Miguel Tal ,y su esposa han madrugado esta mañana para acercarse al colegio electoral de Nuestra Señora de la Inmaculada Trinidad y ejercer así su derecho a voto”.  “El candidato Tal del partido Tal ha sido de los más madrugadores esta jornada electoral, bla bla”. ¿Dónde está la sorpresa, a ver, en que madrugue o en que vaya a votarse? Porque si es por madrugar, no lo veo: poco interés le pondría a su propio negocio si bajase a votar como lo hacemos el resto, por la tarde, desgreñado y con el pijama debajo de los pantalones. ¿Lo extraordinario qué es, entonces, que vaya a votarse? Pues te digo lo mismo: poco interés iba a demostrar si ni él mismo participase en su propio juego. Nos ha jodido… Que ese señor saliera de su casa cualquier tarde y se fuese a ese colegio, sin avisar, rodeado de seguratas y anunciando que va a votar a su rival, SI sería sorpresa. Que fuera en pelotas, ataviado únicamente con unas babuchas y tocando un órganoflauta Casio también sería sorpresa. Y raro. Y un delito, igual también. Pero el día de sus propias elecciones, que se ve venir hace semanas, que se levante prontito para ir con su señora a votarse a sí mismo, sinceramente, ni es asombroso ni entiendo tanta manía de repetirlo como si fuese algo sorprendente.
Y luego se cachondean de los niños que pueden estar horas jugando a aquello del (esconderte tras tus propias manos) –¡Taaaat!- (esconderte tras tus propias manos) -¡Taaat! (y así hasta el infinito) y sorprenderse igual la primera vez que la número noventa y siete. Pues anda que se evoluciona mucho más, luego...