jueves, 26 de abril de 2012

Cuando errar era de sabios y no de errantes

Conozco a pocas personas que se equivoquen con elegancia y con plena consciencia de ello. Conozco a muy pocas personas que confiesen cometer errores y no traten de disimularlo con positivismo superficial y con supuestos aprendizajes empíricos. Y conozco a menos personas aún que tengan valentía y madurez como para decir “he cometido un error” acabando la frase ahí, sin necesitar añadirle nada más.
El huracán del positivismo que viene asolando nuestra cultura en los últimos años se ha llevado por delante conceptos como el error, la asunción, la realidad, la aceptación y la responsabilidad. Con esta obsesión de querer ver el lado positivo de todo y de querer aparentar ser alguien constantemente feliz y positivo (para logarse así un supuesto reconocimiento en el grupo) se ha llegado a tal punto que, por lo visto, ahora ya nadie se equivoca. Ahora ya nadie la caga. Ahora a cometer un error se le llama “no estar acertado” y, sobretodo, se adorna con  sentencias tipo “pero me siento superorgulloso/a de mí mismo”, “pero he aprendido mucho de eso” o “bueno, estoy contento/a de todas formas porque ha sido una experiencia positiva”. ¿Pardonemuá?

¿Qué problema tiene la gente con cometer errores, sin más, y apechugar con ellos sin convertirlos en una fiesta? ¿Qué es lo que mueve a las personas a querer ser siempre alumnos aventajados, infalibles y perfectos? ¿No será que no sabemos cómo manejar la mala conciencia, la decepción o  el mal cuerpo que se le queda a uno cuando es consciente de una Gran Cagada? Pues sí. Resulta que con los errores pasa lo mismo que con la incertidumbre: no nos gustan, se llevan mal y hay prisa por largarlos y sacar de ellos una experiencia positiva segundos después de haberse cometido, aunque sea falsa. De ahí la necesidad (y tendencia social) de inventarse una realidad paralela donde todo parece un paseo y nada duele ni está mal. Y si ha estado “menos bien” (porque mal no se puede decir, que entonces eres un negativo, caca, uuuh, ¡fuera!), cierra fuerte los ojos y sonríe amablemente mientras dices “oye, pero he sacado algo muy bueno de esto y estoy muy contento/a conmigo mismo/a”. De este modo creerás haberte desecho de tu error y te quedarás más tranquilo porque creerás haber entendido algo.
Nótese que he dicho “creerás”,  porque el método del positivismo como consuelo para todo es sólo una ilusión para bobos, un consuelo tontorrón para aquellos que no pueden asumir un Error sin más si no viene forrado de azúcar. Y dije “creerás” porque, en realidad, de aprendizaje nada, queridos. La próxima vez volveremos a cometer el mismo error, porque con tanto disfraz seremos incapaces de reconocerlo si vuelve a pasar, y nos seguiremos dando de frente hasta que un día, mejor pronto que tarde, la madurez venza al miedo de saberse humanos, y por tanto imperfectos, y digamos abiertamente: la cagué. Será cuando se deje de adornar cuando se pueda ver, y será al cabo de un tiempo cuando se aprenda algo. Lo que se conoce como proceso de aprendizaje, vaya. 

Cada vez son más las críticas al empacho de optimismo y a la descontextualización de conceptos que venimos viviendo desde hace unos años (Bárbara Ehrenreich explica muy bien las trampas del culto al pensamiento positivo en Sonríe o muere). Se empieza por fin a poner en duda y a reprobar tanta indulgencia y tanta superficialidad a la hora de valorar las propias experiencias. Y no sólo eso: se empieza incluso a ver que esto de ser tan chupi-hurra-todo-es-una-bendición no es, ni mucho menos, práctico y menos aún real. Según un estudio (que podéis encontrar aquí  –en inglés- o  buscando a los autores T.Sharot, C. Korn y R. Dolan en San Google) una consecuencia negativa del exceso de positivismo radica en la subestimación de los riesgos. Las personas con sobrepeso de optimismo tienden a calcular erróneamente las posibilidades de que algo malo suceda y, además, padecen una resistencia al cambio mucho mayor que el resto cosa que en los tiempos que corren es algo más malo que bueno (¡uh! ha dicho ¡malo!). Sólo con este dato  ya deberíamos plantearnos si realmente  estamos haciendo bien pretendiendo que todo suene mejor de lo que es y transformando la realidad según nos parezca más conveniente.

Aclaro desde ya y para evitar debates absurdos que en este post no se pretende hacer una apología del pesimismo ni de la autoflagelación como método de redención por los errores cometidos. Que sí, que siempre es más llevadero plantearse la vida de cara que de culo, efectivamente, pero eso no está reñido con el realismo, la sinceridad y con la honestidad con uno mismo. Entre el auto-castigo machacón y el premio bobalicón que se dan muchos engalanando los errores, hay un gran espacio en el que se mueven conceptos tan interesantes como la autocrítica, la aceptación, el análisis, la reflexión y la resiliencia, grandes indicadores de madurez y de sentido común. Y es un espacio que estaría bien valorar, tener en cuenta y aprovechar. Ni que sea para poder decir, con fundamento y no como muletilla, que de los errores se aprende. De los eufemismos no.

martes, 17 de abril de 2012

Por estrenar

Quedé el otro día con una amiga para tomar algo y, por esas cosas de la vida que te dejan más mal que bien si las cuentas, salí de casa justa de tiempo. Ese “justo de tiempo” que te obliga a andar rápido y a hacer el baile del gorrión: una sucesión de pasos rápidos acelerados tras un saltito y tres pasitos cortos rápidos más seguidos de marcha rápida, con los que parece que corres más pero que, como  puede imaginar cualquier ser bípedo con dos dedos de frente, no sirven de una mierda. Llegué a mi destino reflexionando sobre lo idiota que venía pareciendo desde los últimos tres chaflanes cuando mi colega confesó hacer un baile parecido siempre que se veía llegando “casi” tarde a algún sitio. Y ahí pensé: ay mira Jackie, no estás sola en esto de hacer inutilidades. Consuelo efímero pero grato.

Cargar el móvil cinco minutos antes de salir es una de las actividades con más seguidores a nivel mundial y con menos resultados favorables que se conocen. Pero ¡eh! ahí me tienes  enchufando el aparatito a la corriente mientras me acabo de vestir, con la esperanza vana de que sirva para conseguir esa rayita en la batería que, supuestamente, me salvará de la hecatombe de quedarme incomunicada. Sé que esos cinco minutos servirán tanto como llevar el teléfono abrazado durante una hora confiando en que el cariño sustituya a la electricidad, pero da igual, una va más tranquila por la vida si sabe que ha hecho algo por solucionarlo. Aunque sea algo memo.

La misma sensación de esperanza vana me invade cuando voy de compras, encuentro algo que me gusta, me lo pruebo y, tras ver claramente en el mismo probador que me queda tan raro como a un cristo un Kalasnikov  me digo: “bueno, me lo probaré en casa  a ver qué tal”. ¡Ah! los espejos de casa, esos grandes… ¿cirujanos? ¿milagros de la óptica? ¿Qué esperas que pase cuando te lo vuelvas a probar en casa, reina? Si te queda mal en un sitio, la probabilidad que cambiando la variable espacio la cosa mejore es ninguna, cero, la misma que esperar que en el trayecto tienda- casa me de una liposucción espontánea. Si parezco salida de un cuadro cubista ya en el probador, en casa el fenómeno será el mismo pero con la única diferencia que habré arreglado el look tapándolo con otras prendas que en la tienda no tenía a mano. Nótese que he dicho tapado, porque en casa una intenta tapar los defectos que le hace la prenda, no combinarlos con complementos. Pero, como en el futbol, la esperanza siempre está puesta en que en casa ganemos. Una de tantas maravillas de la inteligencia humana.

Hablar con los aparatos eléctricos y acariciarlos/golpearlos es otro gesto estéril que comparte la raza humana en general y que yo practico a diario. Con la llegada de las pantallas planas los plasmas y toda este mundo de pulgadas, megapíxeles y jarpisíndeleins se ha perdido la tradición, pero hubo un tiempo en que aporrear la tele cuando no iba bien era  un gesto universal en muchas familias, tanto como el “deja de darle a la tele Mariano que la vas a estropear más” o como poner papel Albal en las antenas de los televisores porque así cogía más señal (dadme unos segundos para recuperarme de este ataque de nostalgia). Ya está. Yo reconozco que siempre he hablado (quien dice hablado dice gritado) con las impresoras, y me consta que no soy la única descerebrada que mantiene charlas (quien dice charlas dice insultar). No sirve de nada porque jamás he conseguido otra cosa que no fuera  hacer el pena delante de mis compañeros de oficina y seguir recibiendo papeles en blanco o con cuadritos de colores del aparato de los cojones. Eso y despertar la suficiente compasión en el informático como para que, después de oírme decir (gritar) “¡¿Falta papel? ¿Cómo que falta papel si te acabo de dar de comer?¿?¿ ¡Toma, está aquí!! ¡¡Si no coges los folios es porque no quieres!!!” o “¡¿Qué mierdas te pasa ahora, jodida, si ya te he mandado a imprimir doce veces el documento!?!!” le de por levantarse y hacer algo útil, como arreglarla. Gra-cias-ma-jo. Qué detallista.

Lo que me alarma de todas estos actos reflejos, además de la frecuencia con que los llevo a cabo, es que  se caracterizan por la más absoluta ausencia de lógica y por ser repetidos sistemáticamente aún sabiendo de antemano que jamás en la historia he obtenido ni un solo resultado favorable que me anime a seguir haciéndolos. Los temas que me he dejado de estudiar porque “sabía” que no iban a entrar me han seguido jodiendo la existencia; los aparatos siguen sin funcionar por mas que intercambie las pilas de sitio esperando que recuperen la energía o vete tu a saber esperando qué carajo;  los bolis que no pintan no van a sacar repentinamente un chorro de tinta por más aliento que se les eche (a no ser que te hagas tragado treinta y cuatro jalapeños, que en ese caso pasas directamente a formar parte de la familia de los dragones de Komodo, y ahí sí que ya no te discute nadie); y poner cd’s viejos en el balcón o bolsas de plástico atadas jamás ha evitado que las palomas sigan decorando el suelo de tu terraza con mierda al óleo.
Por eso, y viendo el gran delay que lleva mi subconsciente respecto de la ciencia, me pregunto: si  no hay argumento empírico que los respalde, porque ninguno de estos actos me ha funcionado nunca, ¿por qué carajo insisto? y ¿cuántas horas al día me paso con la lógica y la razón desconectadas? Cualquier día me sale moho en el cerebro por no sacarlo del celofán ni para estrenarlo.

martes, 3 de abril de 2012

Prêt-à-vomiter


Pues fíjate tú que ya estamos con la cabeza metida de lleno en el entretiempo, esa época del año en la que florecen las combinaciones de ropa tan psicodélicas como extremadamente absurdas; esos días en que los calcetines molestan como si estuviesen fabricados de lana gorda y carbón encendido y vas a todas partes con chaquetas y ropa sobrante en la mano; esa época de vestir a parches porque cómo-se-nota-ya-el-calor, sí-pero-cuidado-que-luego-refresca, y sí-además-no-tengo-ninguna-chaqueta-de-entretiempo-que-me-abrigue-lo-justo.
Zara y sus secuaces ya hace semanas que sabían que llegaría este momento y llevan todo este tiempo (desde febrero, de hecho) exhibiendo lo que las revistas denominan "los musts de esta primavera-verano", "lo que se va a llevar", "lo más trendy" . Observo lo que  Vogue, Elle y modernísimas bloggers de moda consideran “imprescindibles” y cosas que “no deben faltar en tu armario para ser cool total” y me tomo unos momentos para decidir si me va a dar más por la cagalera súbita o por la risa psicópata. Y es que temporada tras temporada me sorprendo haciéndome la misma pregunta: ¿esta mierda se va a llevar? O ¿esto se lo va a comprar alguien, en serio? Porque sí, habrá tendencias elegantes, líneas que estilizan y colores que favorecen, estampados arriesgados y combinaciones estilosas, vale. Pero algún zurullo que otro también se les escapa a los Señores de la Moda, no nos engañemos, así que he hecho una lista para todos aquellos escépticos que se olvidan de esos grandes errores de las tendencias:

-     Las sandalias de cuello alto. Mi más absoluta incomprensión. ¿A qué se debe esa moda extraña de llevar el tobillo cociéndose a fuego medio y los dedos al aire? Ni encerrando a 60 científicos y 40 zapateros en un búnker durante semanas encuentran entre todos una manera mejor de cortar, achatar y ajamonar la pierna de una mujer. Gracias, cabrones, por sugerir que llevar una sandalia que parece un calcetín con un gran tomate por donde asoma todo el pie sea lo último. ¿Qué será lo primero? Me viene un escalofrío justo después de cerrar la interrogación.

-     Los shorts. Una prenda mona, graciosa, juvenil y apropiada únicamente para chicas altas, flacas y de 14 años que van de campamentos al río. No hablo de bermudas, conste, prenda que, dicho de paso, únicamente sienta bien a altas y delgadas una vez más. Hablo del short pretuno, del pantalonsito de reaggetona, de ese minúsculo pantalón vaquero ceñido y mil veces más eficiente que el colesterol para provocar trombosis. ¿De donde sacarán esa mala leche a la hora de sugerirnos looks? Si quisiera parecer Regina dos Santos me pintaría de marrón, me cardaría mucho el pelo y me pondría pechazos, pero shorts de fulana (y no me refiero a la amiga de mengana) jamás. Porque llevar medio cachete al aire o levantarse de una silla de playa con rayas horizontales atravesando los muslos no es bonito ni cómodo ni práctico. Es tacañería del fabricante, caballeros.

-    Los vestidos a ras de césped, o la imposibilidad de encontrar un vestido que no me haga enseñar el choto cuando me agacho. Ahora resulta que es “super trendy” llevar un look “preppy” compuesto por un vestido orea-chumino que te tapa algo únicamente si estás de pie y muy tiesa, porque a la que una se sienta o se agacha ¡Tachaaaaan! ¡Hello moñate , goodbye dignidad! Panda de cabrones... ¿por qué no sugerís unos pantalones con un par de agujeros bien grandes en la bragueta para que al sentaros los huevos os topen con el acero frío de la silla? Verías tu qué risas y como se dejaban de hacer vestidos-blusas.

-    Llevar tacón no significa parecer drag queen o tullida. Puede resultar obvia esta afirmación pero, a juzgar por el grado de hijoputismo con el que hacen los zapatos, yo diría que estoy descubriendo algo serio. Zapatos con un tacón tan alto y tan fino que no te aguantas  derecha ni en el probador. Stilettos tan exagerados que con eso no se anda y menos aún se corre así que ya te estén atracando, se te escape el bus o venga un misil de cara, no se te ocurra alterar tus pasos de geisha si quieres conservar los molares en su sitio. En resumen: zapatos tan altos que sólo sirven para que los ligamentos cruzados acaben siendo paralelos o para sacar las piernas de una limusina (sin levantarse, claro, eso ya hemos dicho que no se podía). Eso por no hablar de esa especie de medio-botín-medio-zapato con plataforma, que vienen con su ristra de cupones de regalo cuando vas a pagar, porque de los ortopédicos de cojo a éstos hay muy poca diferencia. Pero son preciosos y estilizan la figura, sí. Claro que llevar un mástil ensartado por el culo también hace más alto y oye, se te queda la espalda erguida que es una gloria.

-     Los trikinis, una diabólica amalgama de lycra que debería ir siempre acompañada de riñonera, gafas de sol TruColor del Teletienda y un ventilador chiquitito de esos a pilas para acabar de darle el look tarugo al asunto. El trikini es el mayor insulto que nos han hecho jamás a las tías. Como si no fuese ya bastante difícil salir del agua sin que se te meta la braga por el culo, uno de estos garantiza tener media cacha fuera, un cuarto de pezón al aire, un par de michelines espalderos que antes no tenías y el bronceado más tonto de toda la playa. ¿A quien habrá que agradecerle este elemento tan “in” y con tanto glamour? Por enviarle un par de sobrasadas, digo.

La lista de grandes aberraciones y sugerencias de moda incluye otras perlas como las bambas con taconcito; la fiebre por hacer que todo sea strecth-ajustado-entallado-ceñido que marque hasta el páncreas; las botas-descanso con pelo de yak de Albacete ideales para los días de invierno gélido que tenemos aquí en el tirol español; las zapatillas de estar por casa modelo carcamal para lucir por la calle con unos dockers y un pijo naftalinero dentro; el estilo pin-up patrocinado por Bershka y que ha condenado al horterismo a todo un universo iconográfico; las botas altas por encima de la rodilla modelo Luis XIV que han contribuido a la recuperación de nombres tan ilustres como Aramis, Portos y Athos… y un largo etcétera de mierdinguis que todos intentamos olvidar.

Lo que me indigna de todas estas truñer propuestas de moda es la coartada que se usa siempre para defenderlas: la incomprensión. Si te parece ridículo llevar zapatillas de señor para ir por la calle significa que es una tendencia demasiado elevada para tí, pobre mortal sin visión de futuro. Por eso parece que sólo entienden de moda los asindromados que, con voz nasal tipo retraso mental aristocrático, anuncian desde sus  videoblogs los artículos ultra imprescindibles que son “lo más”, “súper trendy”, “cool” y que “no puede faltar en tu armario” si quieres ser alguien esta temporada. Y hala, todo el mundo a decir chorradas amparados en  el paraguas de la modernez incomprendida. Y venga, todo el mundo a creérselo y a repetir las mismas tonterías que se vienen diciendo desde hace años sobre los tacones altos, supuestamente tan femeninos y tan cómodos que te sientes más mujer con ellos y, ojo, que además llevan añadido un plus de orgullo por saber sufrir para parecer estilizada. Si nos convencieron para decir esto de unos "zapatos" que deforman el pie, hinchan las piernas y dan dolor de espalda, lo demás es sólo cuestión de tiempo y de poco criterio. 

De la moda no se salva nadie y el que más o el que menos ha tenido pantalones de campana, ha llevado tacón destroyer o ha lucido vaqueros con agujeros en algún momento. Y claro que cuando nacieron las hombreras nadie sabía cuánto nos íbamos a reír de ellas unos cuantos años más tarde; y que todos los que las llevamos en algún momento queremos caer al suelo fulminados por un rayo cada vez que tu madre enseña Esas fotos. Pero una cosa es vivir en tu tiempo y vestir más o menos a la moda, y otra muy distinta definirse a través de ella y decir cosas como (póngase otra vez voz de pijo mónguer) “yo es que soy un fanático de los zapatos”, "donde se ponga un taconazo que se quite cualquier cosa",  “me apasionan los bolsos y puedo tener doscientos, o sea, tranquilamente”, “mi estilo es el hippy-chic y a veces casual pero trendy”, o “yo soy una fashion victim”. Cuando oigo este tipo de disparates, muy en la onda del nuevo y fantástico spot de Loewe y sus protagonistas discapacitados, me vienen a la cabeza dos breves reflexiones:
1-   víctima de la moda es esa señora de la India que cose ropa durante dieciocho horas en un taller de mierda e insalubre por 1 € al día
2-   ¿Fanático de la moda? ¿cool y trendy? A ti lo que te pasa es que eres gilipollas.