lunes, 26 de octubre de 2015

Alguien tendría que decirle a esta gente

Una no sabe lo loca que está o cómo de hinchadas tiene las gónadas hasta que se ve a sí misma, un martes por la mañana, cogiendo su móvil y saliendo al descansillo a llamar a una empresa para decirles, tal y como suena: “no tenéis vergüenza”. Y es que la semana pasada, después de leer una oferta de empleo (por llamarlo de alguna manera) en la que se pedía un copy con carrera y máster, para dejarse la piel haciendo el trabajo a cambio de un contrato en formación, no me quedó otra que dejar lo que estaba haciendo y salir al rellano a protestar personalizada e intransferiblemente. Así, con la frialdad y la sensatez que la genética y los años me han dado, llamé a la agencia de publicidad que publicaba semejante ignominia para decirles, con estas palabras exactamente: “no tenéis vergüenza”, “ojalá no encontréis a nadie tan desesperado como para aceptar esta oferta indigna que habéis publicado” y “con ofertas así, os estáis cargando el trabajo y la dignidad de las personas”.

A simple vista podría parecer que la oferta, que podéis leer aquí, no es tan bochornosa. Claro, si la comparamos con aquellas en las que piden dominar tres lenguas eslavas para poner bolsas en un súper, o con las que exigen llevar minifalda para hacer de contable en una empresa, la que comento parece incluso  aceptable. Pero no lo es. Es un abuso, y es importante que el responsable de algo así lo sepa.

Alguien tendría que decirle a esta gente que una persona con una carrera y un máster ya tiene formación, de entre 5 a 6 años para ser más exactos. Una formación que, además, le ha costado tiempo y mucho dinero costearse. Pero la cosa no acaba aquí, ojo, que no piden un estudiante, piden un copy júnior, lo que implica que ya tiene que tener experiencia, claro. De ahí que el contrato que ofrecen sea aún más insultante, porque no solo es necesario tener  estudios especializados sino que, además, es necesaria experiencia suficiente como para desarrollar todas las funciones habituales de un redactor creativo. Eso sí, con un sueldo de risa, la manera ideal de aprender rápido lo que significan los términos “abuso” y “emigra”.

Alguien tendría que decirle a esta gente que ofrecer un arreglo de este tipo a un profesional, les convierte automáticamente en cómplices de la precariedad y la devaluación del trabajo. Porque este tipo de contratos no son otra cosa que una medida abusiva que se ha inventado el gobierno, y que a las empresas ya les va bien, de tener a un profesional trabajando como un cabrón, a jornada completa, a cambio de un sueldo que, con suerte, es la mitad de lo que merece. No, “señores”, no. Una persona con esa formación no necesita más, y si lo que buscan ustedes es un copy que sepa hacer todo lo que piden pero no lo pueden costear porque les sale caro, tienen dos opciones: hacer ustedes todo el trabajo o protestar. La primera es evidente que no es viable, así que solo les queda la segunda: protestar. Protesten y exíjanle a este gobierno de mierda que deje de sablear a impuestos a las pymes y a los autónomos; exijan medidas, exenciones o ayudas que les faciliten la tarea de crecer y salir adelante, pero dejen de hacerlo a costa de la dignidad de los que trabajan. Porque así solo consiguen una cosa: aprovecharse de la desesperación ajena.

Alguien tendría que decirle a esta gente que una persona que busca trabajo lo hace por dinero, porque quiere pagar facturas, gastos y caprichos. Y es así porque tiene derecho y porque de eso se trata, según el artículo 35 de la Constitución española. Las personas no trabajamos para aprender, (¡sorpresa!) ni para pasar el día porque no tenemos un hobby mejor, ni para ser alguien en la vida. Ya somos alguien, un alguien con obligaciones, derechos, gastos y planes. De ahí que trabajemos por dinero, vendiendo nuestras habilidades, nuestra capacidad de trabajo, nuestra experiencia, nuestro intelecto y nuestro tiempo, el que hemos pasado formándonos y el que pasaremos trabajando. Y todo eso, “señores”, tiene un precio, porque tiene valor. ¿Venderían ustedes su producto o su servicio por menos de la mitad del valor que tienen? No, antes cerrarían la empresa. Lástima que las personas que trabajamos para vivir, no podamos hacer lo mismo y bajar la persiana también.

 Alguien tendría que decirle a esta gente que un copy júnior, con carrera y máster como el que quieren, tiene formación más que suficiente como para hacer todas esas tareas que piden, desde la redacción de textos de cualquier tipo hasta la conceptualización gráfica para campañas. Sin problema, además. Un copy júnior ya lleva un tiempo en activo como para saber que, no solo tendrá que hacer eso, sino que de él dependerá que una campaña tenga sentido, que haya un concepto y que ese concepto sea tan bueno como para que cualquier persona que lo vea sea capaz de entenderlo y decodificarlo. Y es que no es ya una cuestión de formación, sino que se trata de talento, algo que cuando se tiene, si se vende, tiene que ser por un precio y un contrato justos.
Por todo esto y porque, como copy, estoy harta de que se devalúe esta profesión que cada vez tiene menos de creativa y más de secretariado con risas, me levanté de mi mesa la semana pasada para hacer la llamada del desquite. Tuve suerte de encontrar al otro lado del teléfono a una chica amabilísima que me atendió con mucha educación y que me informó que pasaría el recado a quien correspondiera. De haber podido hablar con el responsable de la propuesta miserable, le habría animado a él a y a todos los que se aprovechan de la coyuntura, a practicar el arte del origami con su “contrato en formación”. Concretamente, les habría sugerido doblar delicadamente su “contrato” hasta lograr la forma de un canutillo para, seguidamente, invitarles a introducírselo de una tacada, por el esfínter. Así podrían comprobar, en primera persona, la experiencia de que le den a uno por el culo con un "contrato en formación” cuando lo que se tiene es conocimiento, talento y bagaje.








lunes, 4 de mayo de 2015

Confucio no inventó la confusión


Compañera1 me pide que me acerque a su mesa, que quiere enseñarme las fotos de sus días de puente en el País Vasco, donde ha ido, fundamentalmente, a ponerse tibia comiendo en un restaurante exquisito, de esos con estrellas Michelín y un caché que no te lo acabas. Lo que voy a ver en la pantalla, me anuncia, son las fotos de la experiencia gastronómica, que ha sido algo sideral según dice. Me levanto, me siento a su lado y miro una sucesión de imágenes de los veintitantos platos que ha comido y que, si no te cuentan lo que son, dan la impresión de ser cualquier cosa menos comida. Uno de los retratos parece, tal cual, un cuadro de Tápies, con calcetín y hierros en la azotea incluidos. Creo que ha dicho que los hierros son hilos de patata cristalizada, pero no me hagáis mucho caso porque con el asombro no me he quedado bien con el concepto. Me enseña otra foto en la que se ve lo que parecen cinco pequeños zurullitos en línea persiguiendo a un guijarro del parterre de la entrada. Una exquisitez, comenta. Tiernísimo, dice. Tenéis que probarlo, nos recomienda. La siguiente foto es de un plato que podría llamarse "Trois bròts de hierb et alfalfe avec un peu de felpud de bienvenue" o “Aquí había una ensalada, pero se la han comido y te traemos los tres brotes que han quedado, preciosos, eso sí”. Compañeros 2 y 3 se acercan a ver semejante obras de arte (que a juzgar por los 400 pavos que le ha costado el menú es casi lo que son), y da comienzo un debate sobre si se está perdiendo el norte con tanta cocina creativa y tanta espuma de fragancia de arroz a la cubana con serigrafía de banana o qué.
Como yo soy tan patata en la cocina como la que usó el muchacho ese de Masterchef para hacer la cabeza de su león, no puedo aportar mucho a la conversación, así que poco a poco me retiro a una esquina del debate a reflexionar sobre lo confuso que es a veces esto de la gastronomía, y sobre esta afición por hacer de cada plato un jeroglífico nivel experto, con tanto color extraño, tanto muestrario de textura sensitiva y tanta forma imposible para un alimento. Que le sorprendan a uno un poco es molón, no saber si comerte lo que te han traído o ponértelo de clip en el pelo, desorienta bastante. Y te hace sentir un cateto.
El mundo asiático y esa manía suya de poner cositas en los márgenes del plato que uno no sabe si decoran o se comen, es una fuente inagotable de momentos made in Paco Martínez Soria. Sin pensar mucho, puedo citar varios ejemplos con sus nombres y sus apellidos, de personas que en sus primeras experiencias con la cocina japonesa se han comido, de una sentada, lo que a ellas les parecieron dos lonchitas de jamóndeyork, y que no son otra cosa que jengibre encurtido, cuyo sabor describiría algo así como chuparle la cabeza a un niño embadurnado de S3 de Legrain. La cara de peroquemierdaesesta es común a todos los casos. Los aspavientos para quitarse ese sabor a tapón de Nenuco, también. Pero claro, ¿cómo saber, a simple vista, que estas dos presuntas lonchitas rosadas saben a rayos y han salido de un tronco con forma de mojón? Si yo entiendo que quisieran mejorar el aspecto de la raíz, pero ¿era necesario darle la misma forma y color de algo que ya existe? Con la de pantones y texturas que había en la vida, ya es mala leche.
Con el wasabi pasa exactamente lo mismo. Esa bolita como de mazapán verde que ponen en la esquinita del plato es fácilmente confundible con el guacamole. Por lo menos, eso fue lo que pensó el padre de un amigo que, tras su primer contacto con el sushi, el sashimi, los makis y otras delicias, creyó que sería buena idea rematar la cena con un "toque fresco de guacamole” arreándose toda la bolita de wasabi en la boca. Así, sin avisar. Y como no hay rimmel waterproof ni entrenamiento militar para resistir el nivel defcon 2 de un pelotazo de wasabi así, el señor hizo lo único que se puede hacer en esos casos: pagar rápido e irse a casa. Y llorar tranquilo en su habitación. Solo. 

Por si no tuviéramos bastante con la intervención humana, también la naturaleza se encarga de poner las cosas difíciles y confundir al personal. Así, en algún momento de la creación, el encargado de dar forma y color a los alimentos, digo yo que debía de estar ya harto de todo cuando le llegó el turno de decidir como sería el cilantro, y por eso dijo “pues vamos a hacer que sea jodidamente igual al perejil, verás que risa”. Y así es, una risa cuando te lo encuentras en el plato, te confías, lo masticas y au revoir sabores y bienvenidos a una cata de ambientadores. Gracias, cabrón, por no haber tenido ni el detalle de cambiarle ligeramente el color. 

Por eso, al hilo del debate que Compañeros 1 2 y 3 siguen manteniendo, yo me pregunto qué necesidad hay de complicar aún más un mundo ya de por sí complejo, haciendo azucarillos como guijarros de río y postres que parecen restos de un avión de papel estrellado. Siempre he tenido claro que aquella candidata a Miss Boba que, en no sé qué certamen dijo que Confucio inventó la confusión, se equivocaba de llano. La confusión, señores, es evidente que salió de la mano de algún chef.

sábado, 25 de abril de 2015

Ya no hay


Será porque está nublado o porque es sábado y me he levantado un poco más tarde, no sé, pero tengo el día nostálgico de esos de recordar.
Me acuerdo de aquella época en la que beberse un vermut era algo añejo, una tradición de agüelo ranciete, una declaración de intenciones tan elocuente como el Bitter kas de las señoras. Un yo paso de todo que me tomo lo que me da la gana, se lleve o no. Me acuerdo de esa época y sonrío con paz y con pena, porque todo aquello queda lejos y parece difícil de recuperar. No la bebida, sino la capacidad de tomarse algo sin tener que ser un sommelier de todo el espectro de bebidas y líquidos. Ahora no hay vermú sin moderno y foto, no hay gintonic sin recital de ingredientes y simposio sobre la correcta dirección de las burbujas del carajo, no hay cerveza sin estudio geopolítico del origen de la cebada y la malta que la componen. No hay descanso de polladas ni para tomarse algo.

No sé, igual soy yo que me he levantado del revés y que añoro cosas que solo yo he vivido, pero hoy especialmente me acuerdo de aquellos años en los que hacer deporte era solo eso, hacer ejercicio en la variante que más te gustase, y no algo que te convirtiera en un semidiós. Judo martes y jueves, atletismo en el club, fútbol con tu liguilla, voley en el cole o flamenco en la academia del barrio eran actividades cotidianas, lo habitual entre mucha gente. Era algo personal, una actividad que no hacía falta anunciar con fotos a cholón de la equipación que ibas a llevar, ni algo que necesitase de lema motivacional made in Asics. Ahora no hay domingo sin cortes de tránsito en la ciudad por alguna carrera, no hay paseos o caminatas sino trails, trekkings, ultra trails y vias ferratas, no hay actividad física sin elogios a la altura de gestas homéricas. Ya no hay deporte, sino mucho experto en materiales compresivos. Con antigüedad, eso sí, que aquí ha corrido todo el mundo desde mucho antes que empezase la moda. Estarían escondidos en pabellones y decidieron lanzarse a la calle todos de golpe, digo yo. Así sí salen los números.

Seguramente todo sea cosa mía y de esta mañana gris que me hace añorar esos días en que sacar fotos tenía como objetivo capturar recuerdos por si algún día se fundían los plomos de la memoria, y las imágenes de pies y cielos azules eran fotos por accidente que uno se encontraba en la tienda al revelar el carrete, y que siempre eran culpa del niño, lamadrequeloparió, de cuando cogió la cámara el día del cumple de la prima Patri y se hinchó a darle al botón sin encuadrar. Ahora todo es un concepto, encuadres intensos, contrastes con mensaje y mucha casualidad con pre y posproducción. No hay foto sin dolce vita, no hay like que signifique "me mola tu foto" sino "devuélvemelo". Hemos dotado de significado incluso al no like, una manera muy curiosa que usan muchos para castigar con su indiferencia, posicionarse como grandes fotógrafos que solo aprecian el buen arte y no tus mierdas, o para evitar que otro consiga seguidores, la gran obsesión de algunos pobres miserables. Ahora ya no hay fotos, hay escaparate.

Sí, probablemente soy yo, que hoy no estoy fina y veo las cosas deformadas y añoro una tranquilidad y unos valores que ya no se llevan, como la fortaleza. Será por eso que me acuerdo hoy también mucho de cuando sonreír era un acto voluntario y espontáneo y no una mueca obligada por la cultura del be positive my friend, que si no serás alguien negativo de quien alejarse porque no sabe disfrutar de las pequeñas cosas que te regala la vida cada día. -Pausa para vomitar-. Me acuerdo mucho, muchísimo, de esos abuelos que decían la verdad, a palo seco y sin endulzar la cucharada. Abuelos que más que hablar espetaban, y soltaban frases que eran como una buena hostia, sí, pero cargadita de contenido. Serían cascarrabias y probablemente estarían anticuados, pero eran valientes también, tanto como para decir su verdad, alto y claro, y fuertes como para soportar una realidad dura, durísima,  sin la necesidad de inventarse otra ficticia dominada por el yupi-chachi. Ahora no hay conversación sin oda a la vida y a lo chuli que es respirar, no hay cañas sin brindis por la suerte que tenemos de estar vivos, no hay días duros y tristes sino nubes que no te dejan ver el sol pero que estar, está. ¿Soy yo, o reparten costo por ahí y yo no estoy empadronada en el barrio correcto?

No hay duda, soy yo que me he levantado con el día realista, con solo un 2% de paciencia en la batería y con muchas ganas de que me devuelvan las cosas de verdad. Y es que estoy harta de tontadas, de discursos de vida de pechiglás, del adorno a discreción y de que se confunda asepsia con amargura. Estoy cansada de que se conserven tanto las formas y se apueste tan poco por el fondo y, sobre todo, estoy asustada de ver que pasa el tiempo y de honestidad, valentía, humildad y tolerancia a la realidad, ya no hay. Habrá que reponer el stock. ¿O qué?