lunes, 4 de mayo de 2015

Confucio no inventó la confusión


Compañera1 me pide que me acerque a su mesa, que quiere enseñarme las fotos de sus días de puente en el País Vasco, donde ha ido, fundamentalmente, a ponerse tibia comiendo en un restaurante exquisito, de esos con estrellas Michelín y un caché que no te lo acabas. Lo que voy a ver en la pantalla, me anuncia, son las fotos de la experiencia gastronómica, que ha sido algo sideral según dice. Me levanto, me siento a su lado y miro una sucesión de imágenes de los veintitantos platos que ha comido y que, si no te cuentan lo que son, dan la impresión de ser cualquier cosa menos comida. Uno de los retratos parece, tal cual, un cuadro de Tápies, con calcetín y hierros en la azotea incluidos. Creo que ha dicho que los hierros son hilos de patata cristalizada, pero no me hagáis mucho caso porque con el asombro no me he quedado bien con el concepto. Me enseña otra foto en la que se ve lo que parecen cinco pequeños zurullitos en línea persiguiendo a un guijarro del parterre de la entrada. Una exquisitez, comenta. Tiernísimo, dice. Tenéis que probarlo, nos recomienda. La siguiente foto es de un plato que podría llamarse "Trois bròts de hierb et alfalfe avec un peu de felpud de bienvenue" o “Aquí había una ensalada, pero se la han comido y te traemos los tres brotes que han quedado, preciosos, eso sí”. Compañeros 2 y 3 se acercan a ver semejante obras de arte (que a juzgar por los 400 pavos que le ha costado el menú es casi lo que son), y da comienzo un debate sobre si se está perdiendo el norte con tanta cocina creativa y tanta espuma de fragancia de arroz a la cubana con serigrafía de banana o qué.
Como yo soy tan patata en la cocina como la que usó el muchacho ese de Masterchef para hacer la cabeza de su león, no puedo aportar mucho a la conversación, así que poco a poco me retiro a una esquina del debate a reflexionar sobre lo confuso que es a veces esto de la gastronomía, y sobre esta afición por hacer de cada plato un jeroglífico nivel experto, con tanto color extraño, tanto muestrario de textura sensitiva y tanta forma imposible para un alimento. Que le sorprendan a uno un poco es molón, no saber si comerte lo que te han traído o ponértelo de clip en el pelo, desorienta bastante. Y te hace sentir un cateto.
El mundo asiático y esa manía suya de poner cositas en los márgenes del plato que uno no sabe si decoran o se comen, es una fuente inagotable de momentos made in Paco Martínez Soria. Sin pensar mucho, puedo citar varios ejemplos con sus nombres y sus apellidos, de personas que en sus primeras experiencias con la cocina japonesa se han comido, de una sentada, lo que a ellas les parecieron dos lonchitas de jamóndeyork, y que no son otra cosa que jengibre encurtido, cuyo sabor describiría algo así como chuparle la cabeza a un niño embadurnado de S3 de Legrain. La cara de peroquemierdaesesta es común a todos los casos. Los aspavientos para quitarse ese sabor a tapón de Nenuco, también. Pero claro, ¿cómo saber, a simple vista, que estas dos presuntas lonchitas rosadas saben a rayos y han salido de un tronco con forma de mojón? Si yo entiendo que quisieran mejorar el aspecto de la raíz, pero ¿era necesario darle la misma forma y color de algo que ya existe? Con la de pantones y texturas que había en la vida, ya es mala leche.
Con el wasabi pasa exactamente lo mismo. Esa bolita como de mazapán verde que ponen en la esquinita del plato es fácilmente confundible con el guacamole. Por lo menos, eso fue lo que pensó el padre de un amigo que, tras su primer contacto con el sushi, el sashimi, los makis y otras delicias, creyó que sería buena idea rematar la cena con un "toque fresco de guacamole” arreándose toda la bolita de wasabi en la boca. Así, sin avisar. Y como no hay rimmel waterproof ni entrenamiento militar para resistir el nivel defcon 2 de un pelotazo de wasabi así, el señor hizo lo único que se puede hacer en esos casos: pagar rápido e irse a casa. Y llorar tranquilo en su habitación. Solo. 

Por si no tuviéramos bastante con la intervención humana, también la naturaleza se encarga de poner las cosas difíciles y confundir al personal. Así, en algún momento de la creación, el encargado de dar forma y color a los alimentos, digo yo que debía de estar ya harto de todo cuando le llegó el turno de decidir como sería el cilantro, y por eso dijo “pues vamos a hacer que sea jodidamente igual al perejil, verás que risa”. Y así es, una risa cuando te lo encuentras en el plato, te confías, lo masticas y au revoir sabores y bienvenidos a una cata de ambientadores. Gracias, cabrón, por no haber tenido ni el detalle de cambiarle ligeramente el color. 

Por eso, al hilo del debate que Compañeros 1 2 y 3 siguen manteniendo, yo me pregunto qué necesidad hay de complicar aún más un mundo ya de por sí complejo, haciendo azucarillos como guijarros de río y postres que parecen restos de un avión de papel estrellado. Siempre he tenido claro que aquella candidata a Miss Boba que, en no sé qué certamen dijo que Confucio inventó la confusión, se equivocaba de llano. La confusión, señores, es evidente que salió de la mano de algún chef.