martes, 17 de abril de 2012

Por estrenar

Quedé el otro día con una amiga para tomar algo y, por esas cosas de la vida que te dejan más mal que bien si las cuentas, salí de casa justa de tiempo. Ese “justo de tiempo” que te obliga a andar rápido y a hacer el baile del gorrión: una sucesión de pasos rápidos acelerados tras un saltito y tres pasitos cortos rápidos más seguidos de marcha rápida, con los que parece que corres más pero que, como  puede imaginar cualquier ser bípedo con dos dedos de frente, no sirven de una mierda. Llegué a mi destino reflexionando sobre lo idiota que venía pareciendo desde los últimos tres chaflanes cuando mi colega confesó hacer un baile parecido siempre que se veía llegando “casi” tarde a algún sitio. Y ahí pensé: ay mira Jackie, no estás sola en esto de hacer inutilidades. Consuelo efímero pero grato.

Cargar el móvil cinco minutos antes de salir es una de las actividades con más seguidores a nivel mundial y con menos resultados favorables que se conocen. Pero ¡eh! ahí me tienes  enchufando el aparatito a la corriente mientras me acabo de vestir, con la esperanza vana de que sirva para conseguir esa rayita en la batería que, supuestamente, me salvará de la hecatombe de quedarme incomunicada. Sé que esos cinco minutos servirán tanto como llevar el teléfono abrazado durante una hora confiando en que el cariño sustituya a la electricidad, pero da igual, una va más tranquila por la vida si sabe que ha hecho algo por solucionarlo. Aunque sea algo memo.

La misma sensación de esperanza vana me invade cuando voy de compras, encuentro algo que me gusta, me lo pruebo y, tras ver claramente en el mismo probador que me queda tan raro como a un cristo un Kalasnikov  me digo: “bueno, me lo probaré en casa  a ver qué tal”. ¡Ah! los espejos de casa, esos grandes… ¿cirujanos? ¿milagros de la óptica? ¿Qué esperas que pase cuando te lo vuelvas a probar en casa, reina? Si te queda mal en un sitio, la probabilidad que cambiando la variable espacio la cosa mejore es ninguna, cero, la misma que esperar que en el trayecto tienda- casa me de una liposucción espontánea. Si parezco salida de un cuadro cubista ya en el probador, en casa el fenómeno será el mismo pero con la única diferencia que habré arreglado el look tapándolo con otras prendas que en la tienda no tenía a mano. Nótese que he dicho tapado, porque en casa una intenta tapar los defectos que le hace la prenda, no combinarlos con complementos. Pero, como en el futbol, la esperanza siempre está puesta en que en casa ganemos. Una de tantas maravillas de la inteligencia humana.

Hablar con los aparatos eléctricos y acariciarlos/golpearlos es otro gesto estéril que comparte la raza humana en general y que yo practico a diario. Con la llegada de las pantallas planas los plasmas y toda este mundo de pulgadas, megapíxeles y jarpisíndeleins se ha perdido la tradición, pero hubo un tiempo en que aporrear la tele cuando no iba bien era  un gesto universal en muchas familias, tanto como el “deja de darle a la tele Mariano que la vas a estropear más” o como poner papel Albal en las antenas de los televisores porque así cogía más señal (dadme unos segundos para recuperarme de este ataque de nostalgia). Ya está. Yo reconozco que siempre he hablado (quien dice hablado dice gritado) con las impresoras, y me consta que no soy la única descerebrada que mantiene charlas (quien dice charlas dice insultar). No sirve de nada porque jamás he conseguido otra cosa que no fuera  hacer el pena delante de mis compañeros de oficina y seguir recibiendo papeles en blanco o con cuadritos de colores del aparato de los cojones. Eso y despertar la suficiente compasión en el informático como para que, después de oírme decir (gritar) “¡¿Falta papel? ¿Cómo que falta papel si te acabo de dar de comer?¿?¿ ¡Toma, está aquí!! ¡¡Si no coges los folios es porque no quieres!!!” o “¡¿Qué mierdas te pasa ahora, jodida, si ya te he mandado a imprimir doce veces el documento!?!!” le de por levantarse y hacer algo útil, como arreglarla. Gra-cias-ma-jo. Qué detallista.

Lo que me alarma de todas estos actos reflejos, además de la frecuencia con que los llevo a cabo, es que  se caracterizan por la más absoluta ausencia de lógica y por ser repetidos sistemáticamente aún sabiendo de antemano que jamás en la historia he obtenido ni un solo resultado favorable que me anime a seguir haciéndolos. Los temas que me he dejado de estudiar porque “sabía” que no iban a entrar me han seguido jodiendo la existencia; los aparatos siguen sin funcionar por mas que intercambie las pilas de sitio esperando que recuperen la energía o vete tu a saber esperando qué carajo;  los bolis que no pintan no van a sacar repentinamente un chorro de tinta por más aliento que se les eche (a no ser que te hagas tragado treinta y cuatro jalapeños, que en ese caso pasas directamente a formar parte de la familia de los dragones de Komodo, y ahí sí que ya no te discute nadie); y poner cd’s viejos en el balcón o bolsas de plástico atadas jamás ha evitado que las palomas sigan decorando el suelo de tu terraza con mierda al óleo.
Por eso, y viendo el gran delay que lleva mi subconsciente respecto de la ciencia, me pregunto: si  no hay argumento empírico que los respalde, porque ninguno de estos actos me ha funcionado nunca, ¿por qué carajo insisto? y ¿cuántas horas al día me paso con la lógica y la razón desconectadas? Cualquier día me sale moho en el cerebro por no sacarlo del celofán ni para estrenarlo.

1 comentario:

  1. Con lo de aporrear la tele has descrito una escena típica de mi familia. ¡Qué risa! Y tranquila, que no estás sola, que yo también me pruebo ropa en casa.. jeje
    Ana

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