lunes, 25 de julio de 2016

La silla vacía que sobra

Pensaba que solo me pasaba a mi, que era cosa mía y de mi entorno. Tenía ya asumido que el problema era yo, que no era lo suficientemente simpática o interesante. Pero una charla con una amiga y un amigo recientemente separado (un año) me han hecho ver que no, que lo que pasa es que funciona así.¡Y que le pasa a más gente! Y después de indagar y de preguntar, me he dado de bruces con un hecho que da bastante asco: que las personas sin pareja tenemos un status tremendamente inferior al de los casados y, por eso, se nos trata distinto.Y siempre de menos.

Son convenciones sociales, por lo visto. De mierda, pero convenciones, al fin y al cabo.

A mi siempre me ha extrañado que la mayoría de mis amigas y amigos no tuviesen jamás la inquietud ni el interés de presentarme a sus parejas de una manera un poco más profunda, más de tú a tú. Más de verdad. Los encuentros con ellos o con ellas no han pasado, por lo general, de un hola-adiós o de una conversación comodín en un momento de tránsito, generalmente ese del "te presento a XX, que me viene a buscar porque nos vamos a alguna parte". Y ya. Después de esto, nada más. Durante mucho tiempo pensé que el hecho de que mis amigos/as siguieran quedando conmigo únicamente en formato tête à tête sin integrar nunca a su pareja tenía que ver o bien con un problema que yo tenía, o bien con su necesidad de estar a solas y tener su intimidad. Ya se sabe, la novedad, las ganas esas locas de estar con esa persona, la necesidad imperiosa de exclusividad, etc. Pero a medida que pasa el tiempo, y ves que esas parejas duran, y ves que tu relación con el otro o la otra sigue en aquel hola y adiós, y ves que no es que no queden con más gente es que no quedan contigo porque con otras parejas sí lo hacen, te das cuenta de que no es nada de eso. Es que hay reglas, y son estas: 
 
- Cuando tienes pareja, solo integrarás a tus amigos/as si estos y estas también tienen. Así, las cenas o lo que sea serán siempre a cuatro bandas, jamás a tres, no vaya a ser que no sepamos qué hacer con la silla vacía que sobra.

- Cuando quedes con tus colegas, será a solas, para hablar de "vuestras cosas y poneros al día" y ya está. ¿Añadir al novio o novia para que conozca poco a poco a tu amiga, se caigan bien y tengan algo que decirse? No, las personas solteras no tenemos ese derecho, y las separadas y las viudas lo pierden.


- Una pareja solo tendrá contacto con una persona soltera si hay más parejas o más solteros en la sala, es decir, si hay más gente. Dos más uno, jamás. Revueltos o en grupo sí, ahí parece que no incomodamos tanto.


- En el caso extraño en el que una pareja tenga un amigo o amiga soltero/a y se relacione con él o ella con regularidad, lo hará siempre con paternalismo y desde la “adopción”, como si a la persona soltera le afectase algún tipo de discapacidad y, por ello, necesitase de su asesoramiento para dejar de ser uno y subir, cuanto antes, al status que te da ser dos.


Durante años he aceptado con resignación y bastante tristeza mi papel de “amiga de oídas”, aquella a quien la pareja del otro o de la otra solo conoce de eso, de oídas y según lo que le cuentan de mi. Y tenía asumido también que el problema era mío, que era yo que no era lo suficientemente interesante para el/la recién llegado/a. Pero resulta que no, que a mi amigo el separado le pasa algo así y los otros casados ya no le tienen en cuenta como antes, y no porque tengan una relación más cercana con su exmujer, sino porque ya no tiene a quien traer y es mejor quedar a solas. Y esto mismo que me pasa a mi, le sucede también a otra amiga, también soltera, que apenas conoce a dos parejas de dos amigos distintos, chica y chico, y hace ya un par de años buenos que están en el equipo.Y me comentan también el caso de una señora que, cuando murió su marido, además de viuda quedó aislada, apartada, porque los demás matrimonios ya no contaban con ella. Y así me voy enterando de la existencia de otros (más otras que otros) a quienes les pasa lo mismo, y así es como a medida que me cuentan yo me doy cuenta.

Lo más curioso de todo (o igual no lo es tanto y és lógica pura) es que esta convención rancia y clasista no aplica con las parejas gay. Conocí a X, señora esposa de mi amiga Y, un día que no recuerdo en la entrada del teatro. Nos presentó, vimos la obra y fuimos a tomar algo. Luego otro día volvimos a coincidir cuando la vino a buscar al trabajo. Otra vez, la vi en su casa, a la que fui de visita para conocer al bebé que habían tenido. Y otro día, como nos habíamos caído bien todas las veces anteriores, me invitaron a ir a ver una expo con ellas y su bebé.Y así, poco a poco, hemos construido una normalidad que nos permite hablar con cotidianidad, echarnos unas risas y tener algo que contarnos cuando nos vemos. Y no se repliega el universo sobre sí mismo, ni nadie está incómodo. Porque no falta nadie. Porque no pasa nada. Porque no es raro.

Después de hablarlo durante varios días y de pensarlo mucho, no he sido capaz de encontrarle una explicación a esta mierda de convención, alienante, injusta y sostenida solo por el paso del tiempo y la ausencia de empatía. Lo único que he descubierto y tengo claro es que yo no voy a molar más por estar con alguien, y si no soy suficiente ahora para conocer a tu pareja no lo seré de repente por el hecho de dormir con un mismo señor de forma continuada. También sé, y he comprobado empíricamente, que tres personas pueden mantener una conversación, entenderse y ¡ojo revelación! incluso caerse bien, siendo dos de ellas pareja. Y que igual me he vuelto loca y lo que estoy diciendo es puro desvarío, pero no me deja de parecer tremendamente triste que el criterio de selección para poder tener relación con la pareja de tus colegas sea así de arbitrario. 

Será que a mi los impares no me asustan y las sillas vacías no me parecen tan importantes.

lunes, 26 de octubre de 2015

Alguien tendría que decirle a esta gente

Una no sabe lo loca que está o cómo de hinchadas tiene las gónadas hasta que se ve a sí misma, un martes por la mañana, cogiendo su móvil y saliendo al descansillo a llamar a una empresa para decirles, tal y como suena: “no tenéis vergüenza”. Y es que la semana pasada, después de leer una oferta de empleo (por llamarlo de alguna manera) en la que se pedía un copy con carrera y máster, para dejarse la piel haciendo el trabajo a cambio de un contrato en formación, no me quedó otra que dejar lo que estaba haciendo y salir al rellano a protestar personalizada e intransferiblemente. Así, con la frialdad y la sensatez que la genética y los años me han dado, llamé a la agencia de publicidad que publicaba semejante ignominia para decirles, con estas palabras exactamente: “no tenéis vergüenza”, “ojalá no encontréis a nadie tan desesperado como para aceptar esta oferta indigna que habéis publicado” y “con ofertas así, os estáis cargando el trabajo y la dignidad de las personas”.

A simple vista podría parecer que la oferta, que podéis leer aquí, no es tan bochornosa. Claro, si la comparamos con aquellas en las que piden dominar tres lenguas eslavas para poner bolsas en un súper, o con las que exigen llevar minifalda para hacer de contable en una empresa, la que comento parece incluso  aceptable. Pero no lo es. Es un abuso, y es importante que el responsable de algo así lo sepa.

Alguien tendría que decirle a esta gente que una persona con una carrera y un máster ya tiene formación, de entre 5 a 6 años para ser más exactos. Una formación que, además, le ha costado tiempo y mucho dinero costearse. Pero la cosa no acaba aquí, ojo, que no piden un estudiante, piden un copy júnior, lo que implica que ya tiene que tener experiencia, claro. De ahí que el contrato que ofrecen sea aún más insultante, porque no solo es necesario tener  estudios especializados sino que, además, es necesaria experiencia suficiente como para desarrollar todas las funciones habituales de un redactor creativo. Eso sí, con un sueldo de risa, la manera ideal de aprender rápido lo que significan los términos “abuso” y “emigra”.

Alguien tendría que decirle a esta gente que ofrecer un arreglo de este tipo a un profesional, les convierte automáticamente en cómplices de la precariedad y la devaluación del trabajo. Porque este tipo de contratos no son otra cosa que una medida abusiva que se ha inventado el gobierno, y que a las empresas ya les va bien, de tener a un profesional trabajando como un cabrón, a jornada completa, a cambio de un sueldo que, con suerte, es la mitad de lo que merece. No, “señores”, no. Una persona con esa formación no necesita más, y si lo que buscan ustedes es un copy que sepa hacer todo lo que piden pero no lo pueden costear porque les sale caro, tienen dos opciones: hacer ustedes todo el trabajo o protestar. La primera es evidente que no es viable, así que solo les queda la segunda: protestar. Protesten y exíjanle a este gobierno de mierda que deje de sablear a impuestos a las pymes y a los autónomos; exijan medidas, exenciones o ayudas que les faciliten la tarea de crecer y salir adelante, pero dejen de hacerlo a costa de la dignidad de los que trabajan. Porque así solo consiguen una cosa: aprovecharse de la desesperación ajena.

Alguien tendría que decirle a esta gente que una persona que busca trabajo lo hace por dinero, porque quiere pagar facturas, gastos y caprichos. Y es así porque tiene derecho y porque de eso se trata, según el artículo 35 de la Constitución española. Las personas no trabajamos para aprender, (¡sorpresa!) ni para pasar el día porque no tenemos un hobby mejor, ni para ser alguien en la vida. Ya somos alguien, un alguien con obligaciones, derechos, gastos y planes. De ahí que trabajemos por dinero, vendiendo nuestras habilidades, nuestra capacidad de trabajo, nuestra experiencia, nuestro intelecto y nuestro tiempo, el que hemos pasado formándonos y el que pasaremos trabajando. Y todo eso, “señores”, tiene un precio, porque tiene valor. ¿Venderían ustedes su producto o su servicio por menos de la mitad del valor que tienen? No, antes cerrarían la empresa. Lástima que las personas que trabajamos para vivir, no podamos hacer lo mismo y bajar la persiana también.

 Alguien tendría que decirle a esta gente que un copy júnior, con carrera y máster como el que quieren, tiene formación más que suficiente como para hacer todas esas tareas que piden, desde la redacción de textos de cualquier tipo hasta la conceptualización gráfica para campañas. Sin problema, además. Un copy júnior ya lleva un tiempo en activo como para saber que, no solo tendrá que hacer eso, sino que de él dependerá que una campaña tenga sentido, que haya un concepto y que ese concepto sea tan bueno como para que cualquier persona que lo vea sea capaz de entenderlo y decodificarlo. Y es que no es ya una cuestión de formación, sino que se trata de talento, algo que cuando se tiene, si se vende, tiene que ser por un precio y un contrato justos.
Por todo esto y porque, como copy, estoy harta de que se devalúe esta profesión que cada vez tiene menos de creativa y más de secretariado con risas, me levanté de mi mesa la semana pasada para hacer la llamada del desquite. Tuve suerte de encontrar al otro lado del teléfono a una chica amabilísima que me atendió con mucha educación y que me informó que pasaría el recado a quien correspondiera. De haber podido hablar con el responsable de la propuesta miserable, le habría animado a él a y a todos los que se aprovechan de la coyuntura, a practicar el arte del origami con su “contrato en formación”. Concretamente, les habría sugerido doblar delicadamente su “contrato” hasta lograr la forma de un canutillo para, seguidamente, invitarles a introducírselo de una tacada, por el esfínter. Así podrían comprobar, en primera persona, la experiencia de que le den a uno por el culo con un "contrato en formación” cuando lo que se tiene es conocimiento, talento y bagaje.








lunes, 4 de mayo de 2015

Confucio no inventó la confusión


Compañera1 me pide que me acerque a su mesa, que quiere enseñarme las fotos de sus días de puente en el País Vasco, donde ha ido, fundamentalmente, a ponerse tibia comiendo en un restaurante exquisito, de esos con estrellas Michelín y un caché que no te lo acabas. Lo que voy a ver en la pantalla, me anuncia, son las fotos de la experiencia gastronómica, que ha sido algo sideral según dice. Me levanto, me siento a su lado y miro una sucesión de imágenes de los veintitantos platos que ha comido y que, si no te cuentan lo que son, dan la impresión de ser cualquier cosa menos comida. Uno de los retratos parece, tal cual, un cuadro de Tápies, con calcetín y hierros en la azotea incluidos. Creo que ha dicho que los hierros son hilos de patata cristalizada, pero no me hagáis mucho caso porque con el asombro no me he quedado bien con el concepto. Me enseña otra foto en la que se ve lo que parecen cinco pequeños zurullitos en línea persiguiendo a un guijarro del parterre de la entrada. Una exquisitez, comenta. Tiernísimo, dice. Tenéis que probarlo, nos recomienda. La siguiente foto es de un plato que podría llamarse "Trois bròts de hierb et alfalfe avec un peu de felpud de bienvenue" o “Aquí había una ensalada, pero se la han comido y te traemos los tres brotes que han quedado, preciosos, eso sí”. Compañeros 2 y 3 se acercan a ver semejante obras de arte (que a juzgar por los 400 pavos que le ha costado el menú es casi lo que son), y da comienzo un debate sobre si se está perdiendo el norte con tanta cocina creativa y tanta espuma de fragancia de arroz a la cubana con serigrafía de banana o qué.
Como yo soy tan patata en la cocina como la que usó el muchacho ese de Masterchef para hacer la cabeza de su león, no puedo aportar mucho a la conversación, así que poco a poco me retiro a una esquina del debate a reflexionar sobre lo confuso que es a veces esto de la gastronomía, y sobre esta afición por hacer de cada plato un jeroglífico nivel experto, con tanto color extraño, tanto muestrario de textura sensitiva y tanta forma imposible para un alimento. Que le sorprendan a uno un poco es molón, no saber si comerte lo que te han traído o ponértelo de clip en el pelo, desorienta bastante. Y te hace sentir un cateto.
El mundo asiático y esa manía suya de poner cositas en los márgenes del plato que uno no sabe si decoran o se comen, es una fuente inagotable de momentos made in Paco Martínez Soria. Sin pensar mucho, puedo citar varios ejemplos con sus nombres y sus apellidos, de personas que en sus primeras experiencias con la cocina japonesa se han comido, de una sentada, lo que a ellas les parecieron dos lonchitas de jamóndeyork, y que no son otra cosa que jengibre encurtido, cuyo sabor describiría algo así como chuparle la cabeza a un niño embadurnado de S3 de Legrain. La cara de peroquemierdaesesta es común a todos los casos. Los aspavientos para quitarse ese sabor a tapón de Nenuco, también. Pero claro, ¿cómo saber, a simple vista, que estas dos presuntas lonchitas rosadas saben a rayos y han salido de un tronco con forma de mojón? Si yo entiendo que quisieran mejorar el aspecto de la raíz, pero ¿era necesario darle la misma forma y color de algo que ya existe? Con la de pantones y texturas que había en la vida, ya es mala leche.
Con el wasabi pasa exactamente lo mismo. Esa bolita como de mazapán verde que ponen en la esquinita del plato es fácilmente confundible con el guacamole. Por lo menos, eso fue lo que pensó el padre de un amigo que, tras su primer contacto con el sushi, el sashimi, los makis y otras delicias, creyó que sería buena idea rematar la cena con un "toque fresco de guacamole” arreándose toda la bolita de wasabi en la boca. Así, sin avisar. Y como no hay rimmel waterproof ni entrenamiento militar para resistir el nivel defcon 2 de un pelotazo de wasabi así, el señor hizo lo único que se puede hacer en esos casos: pagar rápido e irse a casa. Y llorar tranquilo en su habitación. Solo. 

Por si no tuviéramos bastante con la intervención humana, también la naturaleza se encarga de poner las cosas difíciles y confundir al personal. Así, en algún momento de la creación, el encargado de dar forma y color a los alimentos, digo yo que debía de estar ya harto de todo cuando le llegó el turno de decidir como sería el cilantro, y por eso dijo “pues vamos a hacer que sea jodidamente igual al perejil, verás que risa”. Y así es, una risa cuando te lo encuentras en el plato, te confías, lo masticas y au revoir sabores y bienvenidos a una cata de ambientadores. Gracias, cabrón, por no haber tenido ni el detalle de cambiarle ligeramente el color. 

Por eso, al hilo del debate que Compañeros 1 2 y 3 siguen manteniendo, yo me pregunto qué necesidad hay de complicar aún más un mundo ya de por sí complejo, haciendo azucarillos como guijarros de río y postres que parecen restos de un avión de papel estrellado. Siempre he tenido claro que aquella candidata a Miss Boba que, en no sé qué certamen dijo que Confucio inventó la confusión, se equivocaba de llano. La confusión, señores, es evidente que salió de la mano de algún chef.

sábado, 25 de abril de 2015

Ya no hay


Será porque está nublado o porque es sábado y me he levantado un poco más tarde, no sé, pero tengo el día nostálgico de esos de recordar.
Me acuerdo de aquella época en la que beberse un vermut era algo añejo, una tradición de agüelo ranciete, una declaración de intenciones tan elocuente como el Bitter kas de las señoras. Un yo paso de todo que me tomo lo que me da la gana, se lleve o no. Me acuerdo de esa época y sonrío con paz y con pena, porque todo aquello queda lejos y parece difícil de recuperar. No la bebida, sino la capacidad de tomarse algo sin tener que ser un sommelier de todo el espectro de bebidas y líquidos. Ahora no hay vermú sin moderno y foto, no hay gintonic sin recital de ingredientes y simposio sobre la correcta dirección de las burbujas del carajo, no hay cerveza sin estudio geopolítico del origen de la cebada y la malta que la componen. No hay descanso de polladas ni para tomarse algo.

No sé, igual soy yo que me he levantado del revés y que añoro cosas que solo yo he vivido, pero hoy especialmente me acuerdo de aquellos años en los que hacer deporte era solo eso, hacer ejercicio en la variante que más te gustase, y no algo que te convirtiera en un semidiós. Judo martes y jueves, atletismo en el club, fútbol con tu liguilla, voley en el cole o flamenco en la academia del barrio eran actividades cotidianas, lo habitual entre mucha gente. Era algo personal, una actividad que no hacía falta anunciar con fotos a cholón de la equipación que ibas a llevar, ni algo que necesitase de lema motivacional made in Asics. Ahora no hay domingo sin cortes de tránsito en la ciudad por alguna carrera, no hay paseos o caminatas sino trails, trekkings, ultra trails y vias ferratas, no hay actividad física sin elogios a la altura de gestas homéricas. Ya no hay deporte, sino mucho experto en materiales compresivos. Con antigüedad, eso sí, que aquí ha corrido todo el mundo desde mucho antes que empezase la moda. Estarían escondidos en pabellones y decidieron lanzarse a la calle todos de golpe, digo yo. Así sí salen los números.

Seguramente todo sea cosa mía y de esta mañana gris que me hace añorar esos días en que sacar fotos tenía como objetivo capturar recuerdos por si algún día se fundían los plomos de la memoria, y las imágenes de pies y cielos azules eran fotos por accidente que uno se encontraba en la tienda al revelar el carrete, y que siempre eran culpa del niño, lamadrequeloparió, de cuando cogió la cámara el día del cumple de la prima Patri y se hinchó a darle al botón sin encuadrar. Ahora todo es un concepto, encuadres intensos, contrastes con mensaje y mucha casualidad con pre y posproducción. No hay foto sin dolce vita, no hay like que signifique "me mola tu foto" sino "devuélvemelo". Hemos dotado de significado incluso al no like, una manera muy curiosa que usan muchos para castigar con su indiferencia, posicionarse como grandes fotógrafos que solo aprecian el buen arte y no tus mierdas, o para evitar que otro consiga seguidores, la gran obsesión de algunos pobres miserables. Ahora ya no hay fotos, hay escaparate.

Sí, probablemente soy yo, que hoy no estoy fina y veo las cosas deformadas y añoro una tranquilidad y unos valores que ya no se llevan, como la fortaleza. Será por eso que me acuerdo hoy también mucho de cuando sonreír era un acto voluntario y espontáneo y no una mueca obligada por la cultura del be positive my friend, que si no serás alguien negativo de quien alejarse porque no sabe disfrutar de las pequeñas cosas que te regala la vida cada día. -Pausa para vomitar-. Me acuerdo mucho, muchísimo, de esos abuelos que decían la verdad, a palo seco y sin endulzar la cucharada. Abuelos que más que hablar espetaban, y soltaban frases que eran como una buena hostia, sí, pero cargadita de contenido. Serían cascarrabias y probablemente estarían anticuados, pero eran valientes también, tanto como para decir su verdad, alto y claro, y fuertes como para soportar una realidad dura, durísima,  sin la necesidad de inventarse otra ficticia dominada por el yupi-chachi. Ahora no hay conversación sin oda a la vida y a lo chuli que es respirar, no hay cañas sin brindis por la suerte que tenemos de estar vivos, no hay días duros y tristes sino nubes que no te dejan ver el sol pero que estar, está. ¿Soy yo, o reparten costo por ahí y yo no estoy empadronada en el barrio correcto?

No hay duda, soy yo que me he levantado con el día realista, con solo un 2% de paciencia en la batería y con muchas ganas de que me devuelvan las cosas de verdad. Y es que estoy harta de tontadas, de discursos de vida de pechiglás, del adorno a discreción y de que se confunda asepsia con amargura. Estoy cansada de que se conserven tanto las formas y se apueste tan poco por el fondo y, sobre todo, estoy asustada de ver que pasa el tiempo y de honestidad, valentía, humildad y tolerancia a la realidad, ya no hay. Habrá que reponer el stock. ¿O qué?

martes, 22 de abril de 2014

Monstruos S.A.


Resulta que a mis 35 años va y descubro que los monstruos no viven en el armario. Nada que ver con los cuentos para acojonar y dormir a los niños. Nada que ver con la peli de Píxar. Que va. Los monstruos viven a un cuarto de hora en moto. Están cerca, te hablan, te llaman, te cuentan su vida, te hacen partícipe, te usan de cómplice, de paño de lágrimas, de psicóloga; te piden ayuda, te quieren a su lado, te hacen dar, dar y dar, te dejan exhausta. Y no dan. No compensan. Porque ningún abrazo puede devolver la energía que te han robado en la última discusión y ningún paseo puede hacer que vuelva la alegría que te han quitado con el último cisco. 

Los monstruos no son feos, por lo general. Son atractivos a su manera, son agradables algunos días, son simpáticos en sociedad, risueños y amables con la galería. Son amigos cachondos con sus colegas, son inocentes víctimas de su propia vida. Son compañeros sacrificados de curro, hermanos atentos, hijos cumplidores. Visten como nosotros, con su polo, sus vaqueros, sus bambas informales, casual, sencillo… igual que lo haría cualquiera. Ya te digo, no son feos, por lo general… hasta que llegan a casa, dan la vuelta a su traje y sacan lo peor de sí para enseñártelo a ti.

Los monstruos no viven debajo de la cama. Duermen en ella. Contigo. 

A mis 35 años va y descubro, también, que los monstruos no rugen como fieras de película pero sí gritan. Gritan y chantajean, y te hacen responsable de su ira mientras chillan y vuelcan sobre ti toda su mierda, acumulada de años de excesos, mala vida y situaciones que tú ni siquiera has vivido pero cuya factura pagas igual. Te gritan desde su dolor y su propia frustración, ajena a ti. Te gritan desde su propia mierda, desde su herida. Pero te gritan, al fin y al cabo. Y asusta.

A mis 35 años resulta que descubro que los monstruos no te comen. Lo que te come es la pena, la rabia y la desolación. Te come el vacío en la boca del estómago, el hueco que te ha quedado de tanto dar. Lo que te come es la soledad que da sentirte incomprendida, traicionada y humillada. Lo que te come es la decepción, que se instala en el pecho y en la cara, la de panoli que se te queda cuando te das cuenta del año que llevas invertido y perdido. Un año entero con fugas y escapes que no hay besitos que tapen, que no hay perdones que arreglen. Lo que te come es el desconsuelo, un plato cabrón de digerir para el que no hay sal de frutas ni Almax.

Lo más curioso de todo es que, después de 35 años de ir a dormir a mi hora, dar las gracias a los señores y las señoras y ser una niña buena, va y me doy cuenta de que a los monstruos no se les vence con bondad ni con amor, ni apoyo, ni nada de todo eso que a mi me enseñaron a dar. Tremenda revelación. Resulta que a estos seres se les vence plantándose, diciendo no, basta y alamierda todo seguido y sin respirar. Se les supera de frente, con los cojones por fuera del pantalón y dejando el miedo, la inseguridad y la frustración a ellos, que son quienes lo traen de serie. De los monstruos se salva uno dejando de temerles y recordando que a querer se juega de otra manera, a llorar no se ha venido y a remontar no hay quien me iguale.

Mañana se celebra que un santo mató a un dragón. 
Y yo que acabé con el mío.


lunes, 3 de septiembre de 2012

Cuántos tiñosos habría


Define la RAE la envidia como “Deseo de algo que no se posee. Tristeza o pesar del bien ajeno”. No está mal aunque, sinceramente, a mí me parece que a esta definición le falta lo más importante: la mala leche. Para estar hablando de un pecado capital grave, no me parece ni medio normal dedicarle una descripción tan parca y moderada ni me parece riguroso calificar de "pesar" un sentimiento tan visceral como la envidia. Así, como si fuese una minucia. Perdonen que les corrija, señores académicos, pero la envidia no es tristeza o pesar, es una rabia que te cagas. Y decir menos es mentir. Si a lo largo de los siglos más de un gilipollas ha intentado disfrazarla con aquello de “envidia sana” ha sido, precisamente, por este claro conocimiento popular de que la envidia implica una mala folla importante hacia el prójimo. Hago un pequeño parón para comentar, solo por encima, la hostia tan grande que merece toda esta gente que necesita decir "envidia sana" para dejar claro que son buenas personas. Ay si la envidia fuera tiña… Buscad una expresión menos chungueras que no delate vuestra flojera y ausencia de luces tan rápido, por favor. Es un consejo del From.

Retomando: el problema con la envidia es que supone un tipo de sentimiento rastrero y ruin que va mucho más allá del pesar y que ha tenido siempre muy mala reputación. Ciertamente es una emoción fea, estamos de acuerdo, pero tan humana como lo son los pedetes, por ejemplo, que apestan e incomodan, sí, pero que se tienen porque es natural. Y no sólo es natural sentir envidia sino que, además, algunos se lo buscan. Y mucho.
Lo confieso abiertamente: hay gente que me da una rabia que se sale del gráfico, rabia de esas de darle una somanta palos que lo deje fino y suave. Sí, es así. Hay personas que sacan lo peor que hay en mí, la envidia en mayúsculas.

Eso que te vas de viaje, vuelo largo de X horas (para mi a partir de 2h ya es largo, porque me aburro con facilidad). A mitad del aburrimiento te das cuenta de que en varias filas a tu alrededor hay gente sobando. Durmiendo pero bien, con su fase rem, su boca abierta, todo. A baba suelta. Y tú piensas: mira qué bien duerme ese cabrón. Tocando tierra ya, el tío se despierta, gozoso y sin sobresaltos, y le oyes decir: “ojjjj que bien he dormido, tío, como nuevo. Ha sido pillar la pose y quedarme frito”. Sus dos horas de gustera yo las he pasado haciendo sudokus hasta el derrame cerebral, mirando con recelo los dibujos chorras de las instrucciones de seguridad, leyendo todos los papeles que había en el bolsillo de Doraemon del asiento de delante -me interesaran o no-, imaginando la vida de cada azafata o persona que tenía en mi campo visual, subiendo y bajando la mesita sin tener nada que apoyar en ella, mirando por la ventana -cuando el afortunado que la disfrutaba tenía a bien subir la maldita persianita- y así, hasta rellenar dos horas. Y todo por no haber sido bendecida con el don de pillar la pose. ¿Qué pasa con la postura, vamos a ver? ¿Reparten sólo unas cuantas al principio del vuelo y llego siempre tarde, como a los periódicos, y por eso me toca leer el Marca? ¿Acaso el asiento de ese tío iba acolchado con plumas de pechito de ganso, tiene reposapiés ergonómico masajeante  y por eso ni se clavaba el apoyabrazos contra las costillas ni le daba la sien contra ese relieve imposible que decora todas las ventanillas de los aviones? ¿O es que él tiene las cervicales reforzadas con titanio y adamantium y a mi me tocó el cuello de muñeco de ventrílocuo, que cede hacia cualquier lado dando cabezazos a la que me duermo un nanosegundo? Sinceramente, que asco dáis todos estos que pilláis la postura y llegáis a los sitios frescos como lechugas y no como servidora, que parece que venga de jugar la Super Bowl sin casco ni protecciones y con las mismas dos franjas negras pintadas debajo de los ojos, solo que en mi caso son ojeras, no betún.

A esta raza odiosa de gente que agarra la postura y no la suelta ni la presta hay que sumarle otra especie detestable también: la del buen cagar cuando viajan. Las dificultades de evacuación cuando se sale de casa son, curiosamente, un mal compartido por cientos de miles de personas. Menos por unos cuantos jodidos afortunados, que desatan ese tipo de envidia de cagarse en toda su casta (de poder hacerlo, claro). Hablo de esta gente que te ve hinchada como una gaita, que te ve sufrir rezándole a San Kiwi  y te propone con alegría "¿te apetece que compartamos un arroz para comer o prefieres unas migas?". Que guantazo os arreaba… Esta gente que cree alumbrarte el camino cuando te pregunta "¿Has probado a tomarte un Activia o algo así? Dicen que va bien", cuando tú ya llevas tantos bífidus y tanta flora intestinal que podrías reforestar el desierto del Gobi entero. Me refiero a estos que te dicen “ay, ¡yo es que cago en todas partes, no tengo problemas!” mientras te ven a ti haciendo química básica, a ver si a la fórmula ciruela + yogur + café + cigarro te da como resultado el tan esperado muñeco de barro. A esta especie sin corazón, que mantiene su ritmo intestinal con la precisión de un cronómetro olímpico y que necesita compartirlo contigo mientras tú sobrevives a base de tabaco Fortuna y Fabe de Fuca yo no les deseo nada malo, pero ahí les tengan que operar de miopía y solo esté libre Michael J. Fox.

Mención especial merece también este sector de la población que se conoce como "los del metabolismo agradecido", capaces de  tragarse la fábrica de chocolate de Charlie entera y sin apenas masticarla y quemarlo en lo que dura un estornudo porque tienen "un metabolismo muy agradecido". Los reconoceréis por ser aquellos que, cuando te ven haciendo dieta a base de apio y agua destilada (porque te has puesto redonderas por culpa de cuatro macarrones de mierda y tres coca colas), no pueden evitar decirte "yo es que como lo que quiero y no engordo, es mi metabolismo". A esta raza, de bofetón con opción a colleja, que necesita recordarte la suerte que tiene de poder comerse un gofre del tamaño de un mamut rebozado en nutella sin que su cuerpo absorba las calorías ni el colesterol, yo la envidio y la detesto en la misma proporción: lo primero, por la suerte de su naturaleza de eterna mojama que les garantiza tener siempre la misma talla y poder llevar en el 2012 ropa del '92; lo segundo, por lo irritante de su estupidez, su falta de tacto y esa mala costumbre de vacilar de algo que les vino dado por la gracia de Dios.

Envidiar a alguien por el lujo en el que vive, el cochazo que gasta o por el sueldazo que le cae cada mes a mí me ha parecido siempre realmente estúpido, porque son cosas que dependen de factores como los recursos, la suerte, el esfuerzo, el trabajo, la familia, las circunstancias de vida, etc. Tener bienes o acumular objetos… ¡bah, trivialidades! Lo que realmente jode es no tener ni siquiera el kit básico de ser humano que supuestamente nos dan a todos al nacer y que se compone de habilidades como pillar la postura buena (que debería ser cualquiera) cuando se tiene sueño; sudar de manera razonable cuando se hace deporte y no como si andase forrada en papel film de cocina; o tener la sangre salada y no rica como el turrón para cualquier mosquito que viva a 55 km a la redonda.
Lo que yo te diga: si la envidia fuera tiña...

martes, 12 de junio de 2012

De cuando un mensaje era solo eso, un mensaje


Cualquiera que me conozca un poco sabe que, en la lista "Actividades que practico asiduamente con mis amigos", la ingesta de cerveza al tiempo que se habla de la vida y se debate sobre el género humano ocupa una posición privilegiada en el ranking. Hace unos días en una de estas tandas de cañas, escuchando a dos amigos que me contaban las novedades respecto a sus recientes incorporaciones en materia sentimental, me di cuenta, de repente, del giro alarmante que han tomado este tipo de conversaciones en los últimos años. Ahora ya no basta con el amor, la pasión, el gustamiento, los nervios y todo lo que se deriva de tener una historia sentimental. Ahora, a todo eso, hay que sumarle la geolocalización.

"El otro día me llama, y me dice que si quedamos y vamos el sábado a la playa. Bueno, antes de esto me envía un mensaje el miércoles para contarme que tenía mucho trabajo y que, si queríamos, nos veíamos por la noche. Yo le dije que vale, aunque me iba un poco mal pero como hacía un par de días me había enviado ese mensaje tan raro y luego no me cogía el móvil pues pensé, venga, vale. Bueno no, espera. Tú lo último que sabes es lo del mensaje del domingo, ¿no? Vale pues el lunes siguiente no me dijo nada en todo el día. Entonces me conecté al Facebook y vi que se había conectado también. Le envié un Whatsapp y no me dijo nada, y yo flipando, claro, porque había visto el mensaje seguro, que me salían dos checks del Whatsapp. Le envié un mail por si acaso, porque a veces el móvil le falla, blablabla…". 

Mientras seguía el hilo de la conversación me puse a calcular, a grosso modo y casi sin querer, cuántas veces salía la palabra ‘’mensaje’’ y ‘’móvil’’ durante el relato. Pese a la cantidad de datos, fechas y otras referencias con las que me bombardeaba, no me resultaba difícil seguir la cuenta, dada la imposibilidad de pronunciar estas palabras en una oración sin gesticular absurdamente. Así, en los momentos en que el contenido de la conversación me abducía, el movimiento sutil de deditos tecleando al aire me hacían volver a mi recuento en paralelo."Le envié un mensaje" tiqui tiqui tiqui así, con los dos pulgares, o “todo esto que te cuento fue por mail” tiqui tiqui tiqui tecleando la nada, como memos. El número de veces en las que mi colega hizo referencia al móvil, al Whatsapp y otros elementos virtuales fue escandaloso, como también lo es esta incapacidad que hemos desarrollado con los años de explicar algo sin recurrir al inventario epistolar. El orden de los mensajes, por lo visto, ahora sí altera el producto, y un chorrimensaje del miércoles es VITAL para entender por qué estamos como estamos a día de hoy, por lo que se hace imprescindible saltar en el discurso de un día al otro, de un sms a otro para explicar cualquier acontecimiento. ¿Hemos perdido la capacidad de hablar en general, de lo que se siente y de lo que ha pasado sin más, sin necesidad de entrar en tanto detalle de días, horas, noches minutos, mensajes, mails y lo que surja? Absolutamente. 

Lo que más me inquieta es que en un tema tan visceral y emocional como es estar enamorado/enrollado/encantado o lo que sea, el móvil se haya convertido en el termostato de todo el proceso. De un tiempo a esta parte, la atención de una persona se mide por el número de mensajes que te envía a lo largo del día, siendo "muchos" algo positivo (“estamos todo el día mandándonos mensajes, y diciéndonos tonterías con el Whatssap”, “ayer me mandó cincuenta y cuatro mensajitos”) y “pocos” una señal de mal augurio (“ya casi no me manda mensajes ni nada”, “hace dos días que no me envía el mensaje de por la mañana, cuando antes siempre lo hacía” o “mira, el último es de hace cuatro días"). Y así.
La ansiedad que te provoca una relación se mide según el número de minutos que pasan entre que tú envías un sms y el otro contesta: "mira, le envié un mensaje ayer a las 21h y hasta este mediodía no me ha contestado. No es normal ¡seguro que le pasa algo o ya se está agobiando!". De la misma manera, y según el contador universal Nokia, el nivel de querimiento depende de la misma variable, por lo que si tarda poco en contestar, significa que la otra persona está por ti. En caso contrario, es un síntoma inequívoco de que “la cosa se está enfriando” y que “ya está, ya empieza a hacer rarezas”.

Lejos de mejorar las cosas, la llegada del Whatsapp ha supuesto el fin del equilibrio mental para muchas personas. Poder saber si el otro ha recibido y/o leído el mensaje es algo directamente proporcional al grado de locura que puede uno alcanzar. Y si además puedes ver cuándo fue la última vez que miró el programa del demonio, que empiece ya el festival del Tranquimazín porque:
-  Si lo ha recibido- leído, no contesta y encima hace pocos minutos de la última vez que se conectó, un 80% de la población entra en /mode Glenn Close en Atracción Fatal: desequilibrio total.
-  Si lo ha leído pero ha tardado mucho en contestar, hablamos de nivel de ansiedad tipo voy en reserva y no veo gasolineras, porque te hueles que está pasando de ti y que hemos entrado en barrena. Nada bueno puede ocurrir después de esto.
-  Si lo ha recibido, lo ha leído y te contesta enviándote la mierda sonriente, la berenjena o la flamenca, generalmente la desorientación vence al agobio, por lo que te quedas inquieto y decepcionado por lo poco elaborado de su mensaje pero con los nervios un poco más templados. Es flor de un día.
-  En caso de contestar con "normalidad" y "rapidez", además relajar al otro estará marcando un precedente y, si algún día se sale de esa agilidad, pasará a darse cualquiera de los supuestos anteriores.

De locura estamos todos bien, gracias.

Facebook es otra herramienta diabólica ideal para provocar un cuadro clínico de enajenación. “Ha puesto un “me gusta” en el muro de tal y se ha hecho amigo/a de no sé quién”, “sé que  se ha conectado porque ha puesto no se qué en su estado pero a mí no me ha contestado el mail, que se piensa ¿qué soy imbécil”, “siempre que entro a Facebook y está, al minuto se desconecta del chat”, “voy a poner que estoy aquí con tal y tomando cuál para que vea que me divierto y le joda”, subir dos mil fotos de fiesta con desconocidos, envolver tus actualizaciones de estado con un halo de misterio de parvulario para provocar preguntas… y otras formas de volverse un perturbado, perder el tiempo tratando de saber el dónde y el cuándo de todo y querer provocar una reacción en el otro que tú mismo no eres capaz de resolver de una manera más sencilla: hablando.

Tengo ganas de volver a escuchar historias bonitas y con una construcción del discurso normal, sin tanto tirar p’alante y p’atrás en el tiempo atendiendo a cada coma de un mensaje. Tengo ganas de que alguien me cuente que ha conocido a otro alguien y que no activa el DEFCON 1 si ese otro no contesta todos los mensajes rompiendo la barrera del sonido. Tengo ganas, en definitiva, de que volvamos a prestar atención a lo que nos pasa, a lo que se siente y no al día, la hora, el muro, la foto etiquetada o el emoticono de los juncos que nadie sabe qué mierdas significa.

Creo que no me equivoco si digo que "Las nuevas tecnologías en la pareja, usos y aplicaciones" va a ser el título del próximo best-seller que lo va a petar en las secciones de Autoayuda. Y a no tardar mucho como sigamos así.