lunes, 16 de mayo de 2011

Miopía infantil

Se comenta que, cuando eres pequeño, todo se ve distinto a cuando eres mayor. Y es verdad, pero esto no afecta sólo a la dimensión de las cosas y a cuánto las magnificamos cuando medimos medio metro. También cambia, por ejemplo, el concepto de lo que es 'guai'.

Cuando eres pequeño y una mañana te levanta tu madre con besitos y buen rollo, sales de la cama con tu pijama Disney sin otra preocupación que la de acabarte los cereales, y ves que ha nevado, ese día es para tí un festival de la leche. Todo está blanco (en realidad está gris, pero las gafas de niño lo transforman en blanco); lo flipas un rato mirando por la ventana (porque te resulta alucinante el concepto ''nieve'' en sí  mismo) y, encima, probablemente no haya cole y, si lo hay, te lo vas a pasar de muerte tirando bolas a troche y moche. Dios, ¡qué felicidad!
Ahora bien, la nieve te pilla de mayor, el día que tienes que llevar el coche a la i.t.v y luego salir pitando al curro donde tienes una reunión a la que no puedes llegar tarde y de la que, tal y como acabe, te vas cagando ostias al súper porque tienes la nevera curiosa y tienes que hacerte el túper para mañana, y ya verás tú la gracia que te hace la nieve de los cojones. Y no sólo te cagas en la nevada, sino que te cagas ''en esta mierda de ciudad que no está preparada para nada.Si es que tú fíjate, caen 4 mierdas (mierdas: concepto genérico que puede referirse a gotas, copos o lo que sea, en función del contexto) y todo colapsado, como paletos aquí parados! ¡Si es que la gente no sabe ni conducir!''. Qué cosas...de saltar con tu pijama Disney con la alegría de tu vida, pasamos a cagarnos en la vida. Digo yo que a esto se le llama madurar.

Lo mismo pasa con, por ejemplo, el ''vamos a casa de la yaya''. Cuando eres pequeño ir al ''caserón'' de tu abuela es un planazo chupiguai, porque la yaya mola, te da pasta de extranjis, siempre que vas hace macarrones y te deja correr por casa a lo loco y peinarla sin sentido poniéndole rulos en las patillas. Pero cuando tienes tamaño de adulto, no es que la quieras menos, pobrecica mía, ni que te hayan dejado de gustar los macarrones... es que macho, en ese piso de 30m2, que parece un museo con tus fotos como colección permanente , no puedes ni cruzar las piernas de lo pequeña que se ha vuelto. Y piensas: ¿cómo carajo podía correr yo por aquí batiendo los brazos y todo, cuando ahora parezco Gulliver en la casita del pequeño Pony? Y me pregunto: ¿mi abuela mengua también con la casa, o son cosas mías? Porque ella se mueve por ahí la mar de suelta sin topar con los muebles y yo no puedo ir a hacer un pis sin darme con tres cantos de tres muebles distintos o  tirar alguno de los doscientos jarroncitos o figuritas que decoran el nidito. Qué calvario de espacio, con lo que molaba de pequeña.
¿Y la ilusión que te daba cuando se te caía un diente? Ojjj ¡momentazo familiar! Tener un diente suelto, fuese incisivo o molar, ya era el preludio de algo graaaaande. Mientras se te movía, te pasabas el día jugando con él, empujándolo con la lengua p'alante p'atrás pilíng pilíng, dando una grima que te mueres (cosa que nadie te decía, claro, por no quitarte la ilusión). Se te caía, por fin, y llamabas a tus padres para que fueran testigos del momento histórico y te ayudasen con el ritual almohada-ratoncito pérez. Nerviosito perdido, lo metías debajo del cojín, con toda tu esperanza puesta en ese cachito de tí. Lo dejabas ahí mientras tus padres te distraían un rato con algo (a esa edad un lápiz mismo puede resultar hipnótico) y a la media hora volvías a tu cama a ver si ya había venido. ¡Y sí! Ese ratón era rico y supersónico, porque se había enterado que había un diente nuevo en la ciudad, había venido cagando leches a tu casa desde veteasaberdonde, cargado con dinero tamaño humano, y se había ido ya ¡para que no le vieras! Oj qué fuerte, que emoción y que día tan intenso...
Tan intenso como si pierdo un diente ahora, dios madre el pollo que monto. A mi se me cae un piño a día de hoy y, a parte del cicuenco histérico y las burradas que suelto cagándome en todo lo que respira, no salgo de casa hasta que el dentista se digne a venir a domicilio y arreglarme ''la pieza'' ( que es el nombre que reciben los dientes cuando tienes una edad y te pagas tú el dentista). Y es que lo que antes era una cicatriz de guerra que exhibías con orgullo sonriendo hasta que te secaban las encías, hoy sería un suicidio social como te diera por salir a la calle con ese agujero en la piñata. Porqué no es sólo que debas dejar de comer turrón de alicante por unos días (ui si, qué tragedia). No. El problema es que perder un piño te quita, de un plumazo, credibilidad y capacidad intelectual. Tu ves una persona a la que le falta un diente y, automáticamente, piensas: ui, a este tío le falta un hervor. Es inmediato. Piño de menos no significa cromosoma de más, pero es una imagen que está íntimamente ligada gracias a cuñaos televisivos y demás figuras mediáticas con orificios bucales. Con lo cual, el fenómeno caída dental no te deja sólo mellada y grotescamente fea, sino que te convierte también en carne del diario de patricia. Lo que de pequeño te hacía aventurero y valiente ahora te convierte en oligofrénico y en alguien ''que no está muy fino''. Qué giros da la vida...
Y ni ilusión, ni ratoncito pérez ni ostias, hay catástrofes que no las salvan ni los buenos recuerdos. Con lo que molaba antes comerse un yogur y dejar salir los churretes por los agujeros que te habían quedado y mira ahora...¡ no quieras saber la pinta que harías de adulto haciendo eso!
Lo que yo decía: lo guai, con los años, parece que no lo es tanto.

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