lunes, 7 de noviembre de 2011

Dolores y temores de un pequeño roedor


Hoy es uno de esos días en que tengo más genes en común con un hámster que con un homínido. Y no porque me pirre el pienso y correr en mi rueda tiovivo, sino porque tengo una muela chunga y la cara hinchada como si almacenase pipas para toda una vida. Ha sido precisamente este cambio de look facial lo que hoy me ha obligado a ir al dentista.
Canguelo en mayúsculas.
Si me asegurasen que funciona sería capaz de beberme tres garrafas de gasolina viva, rematando con un cigarrito después, con tal de no tener que ir al dentista, pero hoy ha llegado el día en que tenía que elegir entre eso o pedir hora para que me extirpen el hígado, que será lo próximo en cascarse como siga con este colocón de nolotiles y anti inflamatorios que llevo. Y he ido, sí, y me han dado hora para dentro de una semana, que es lo que tardará el antibiótico en hacer que mi cara mute de ardilla a persona otra vez.
Estoy que no vivo.

Reconozco abiertamente que yo ya no soy del ramo de la valentía para estas cosas, pero reconozcamos también que esta gente no lo pone nada fácil. A mi me destruyen el poco valor que he conseguido reunir para el día de la visita tal y como llego a la consulta, con ese olor a desinfectante-flúor que te arrea en la cara como un bofetón y con ese ruido acojonador que hace la máquina infernal de agujerear piños. A propósito de esto: si han encontrado silenciadores para los francotiradores y sus rifles de asalto (de mata) ¿no ha habido nadie en toda la historia de la ingeniería capaz de inventar algo para silenciar ese ruido de boing 747 que pega el taladro? Si la ausencia de inventiva se debe a razones de presupuesto, pueden también repartir auriculares amortiguadores del ruido, como llevan ahora todos los sopladores de hojas que ''barren'' las calles de Barcelona. Sea como sea tienen que hacer algo, por el amor de Dios, porque con ese leve detalle conseguirían ustedes reducir mi nivel de canguelo en el cuerpo en un 40% y el nivel de ansiedad de los que vienen detrás en la misma proporción. Por compasión, ni que sea, es para planteárselo.

Es curioso que, atentando sólo contra dos de mis sentidos, olfato y oído, mi cuerpo entre ya en tal estado de alerta que consiguen que me siente en la sala de espera achantadica perdida y con la misma expresión que los del Patíbulo. Mis niveles de dignidad y valentía siguen en descenso cuando la enfermera grita mi nombre (cosa que invariablemente me asusta y hace que me suba el rile por el espinazo), para que la siga hasta la salita quirófano y su diván-transformer, que debieron inventar los mismos cachondos que la máquina taladro, porque tiene un mal sentar y un patinar que no es normal. Y por más acopio de valor que intento hacer, me dura la madurez lo que un helado en la playa, porque a la que veo a la doctora armada con el instrumental de tortura y con la mascarilla puesta a modo verdugo, me vence el terror infantil. No me hinco de rodillas y le suplico piedad porque la enfermera ya me está achuchando por detrás cogiéndome el bolso para dejarlo en la silla mientras me ata la servilleta al cuello y la dentista rueda hacia mí.
Se acabó el vocalizar, chata.

¿De qué servirá que le señale y le cuente a la doctora qué muela me duele si va a darle viajecitos con el hierro de todas formas? Si le doy referencias de posición, tipo la segunda después del colmillo, ¿dónde está la duda, Torquemada? No tiene pérdida, es evidente, pero hasta que no hay aullido de dolor no hay premio y no se pasa a la segunda fase: hay que matar el nervio + ven aquí que te pinche. Esto sí que tiene guasa. Que una anestesia duela tanto como si te metieran un hierro candente marca-vacas es tan paradójico como que un café te duerma de sopetón antes de despejarte para siempre. Es un sinsentido que me niego a aceptar hasta que no me den una explicación científica (pero tu vete poniéndome mucha anestesia, que prefiero que me duermas hasta el ojo y estarme unas horas como Mari Trini antes que notar un nanogramo de dolor). Afortunadamente, y pese al dolor extremo, la inyección acaba funcionando y lo que sigue a partir de ahí es lo de siempre: boca abierta como un rape, ruidos de Bricomanía que jamás hubieras dicho que oirías desde dentro de tu cabeza y cantidades ingentes de baba, como si te hubieras pegado un atracón de dos kilos de sugus justo antes de entrar. Ah el cuerpo humano, qué curioso es.

Ya he pasado antes por esto y ya se que siempre he salido viva y luego todo ha ido según lo previsto (decir ''bien'' sería tan osado como llamar ''moza'' a la duquesa de Alba - con quien, por cierto, comparto rictus tras la sesión)- pero por conocido que sea el proceso y por optimismo que le eche, ya se sabe: los hámsters somos más bien cagones.

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