lunes, 26 de marzo de 2012

La soledad del fuerte

Se comenta a menudo que soy fuerte, que tengo carácter, que soy valiente, que tengo perspectiva y que, por eso, se me da bien escuchar. Se ha dicho en varias ocasiones que los tengo bien puestos, que tengo una curiosa capacidad analítica y que acostumbro a ser asertiva y contundente. También se ha apuntado varias veces que me explico con claridad, que aporto un punto de vista curioso a algunos asuntos y que soy luchadora. Y, por lo visto, todo eso mola. No sé yo.Tendrá su lado amable pero si algo sé es que, contrariamente a lo que se pueda pensar, estas características tienen un precio, es elevado y lo paga sólo el poseedor, nunca el beneficiario.

Una consecuencia amarga que tiene esto de ser aparentemente seguro y fuerte es que las personas acostumbran a olvidarse de ti cuando de repartir se trata. El abandono del fuerte, ese abandono disfrazado de admiración o de cariño amoroso que no deja de ser eso, abandono. Porque los fuertes, por lo visto, no necesitamos ánimo, no necesitamos atención, no necesitamos nada. A los luchadores que nos jodan, que ya nos arreglamos solos porque la autosuficiencia va implícita y se sobreentiende que es infalible. Eh, que molas mogollón y te quiero mucho porque me ayudas siempre, conste, pero para tus cosas y cuando necesites aliento apáñate sólo, que a ti no te hace falta y, además, yo estoy demasiado ocupado siempre buscando aplausos por doquier y necesitando del resto.

Qué bien.

El rol de terapeuta 24h es la segunda consecuencia que se desprende directamente de la anterior. Eres fuerte y aportas perspectiva a los problemas, ergo te voy a llamar siempre que necesite un escuchador y te voy a volcar toda mi mierda cuando te vea. Luego, volveré a mi casa tan ricamente y aliviado habiendo dedicado cinco escasos minutos de nuestro encuentro a preguntarte qué tal estás, y volveré a llamarte únicamente cuando necesite otra inyección de moral o cuando sienta que el peso de mis problemas es demasiado y vuelve a ser la hora de volcarlos sobre alguien. ¿Te preguntaré qué tal te va y escucharé tu respuesta con atención? ¿Compartiré contigo luego tus inquietudes para intentar arrojar un poco de luz, por aquello de colaborar? No hombre no, porque tú eres fuerte, tú siempre estás bien, no lo necesitas tanto como yo. Vosotros con una palmada en la espalda vais sobraos.

Toma un sugus y a correr.

El cariño, el cuidado, la dulzura y el tacto son cosas que, generalmente, se nos dan con cuentagotas porque la resistencia y la impermeabilidad van implícitas en el lote también. De alguien fuerte te puedes burlar cuanto quieras, que ellos aguantan porque no son sensibles como el resto de inseguros necesitados de hurras, vivas y bravos. A las personas como yo, con carácter, determinación bla bla, nos dan igual los detalles, por lo visto, los cariños, las atenciones, los mimos y los gestos dulces. Con un azucarillo rancio que nos den de tanto en tanto, ya tenemos bastante, porque quienes realmente necesitan los gestos de amor y los cuidados son otros: los inseguros que nunca saben qué hacer ni cómo y ay-y-uy-y no sé yo; los pusilánimes que llevan su debilidad por bandera con la única intención de inspirar compasión en el otro; aquellos que se alimentan de atención permanente, gestos de aplauso y oles por cualquier gesto mínimo que hagan; aquellos quienes necesitan el terapeuta que hay en ti porque claro, están mal y hay que ayudarles; los  débiles de espíritu de los que siempre hay que tirar y a quienes hay que animar hasta la extenuación para que hagan algo… En resumen, los egoístas. Porque si hay común denominador en todos estos perfiles es el egoísmo. Esa avaricia que les mueve a sangrarte hasta la última gota de energía de para luego, una vez recuperados, no devolverla jamás. Ese egoísmo que los convierte en grandes maestros del escapismo cuando de mirar a su alrededor y echar un cable se trata. El mismo egoísmo que les hace desaparecer discretamente cuando te llaman una vez más para buscar tu fortaleza, tú te quejas con un “ya está bien, yo también estoy mal hoy” y desaparecen sin más, ofendidos además por haber encontrado el consultorio cerrado ese día.

Que ombligo tan entretenido tienen que tener algunos para andar todo el día contemplándolo, oiga.

Históricamente al fuerte se le ha abandonado a su suerte (¡rima!), dando por hecho una autosuficiencia y una resistencia titánica no siempre real y volcando el 100% de los recursos en los mismos. Sin embargo, de un tiempo a esta parte son varios los sectores que están empezando a salir en defensa de este colectivo herculino, son cada vez más las asociaciones de apoyo a los “aguantadores” y  caza vez más las personas que se dan cuenta de que hay que cuidar a los que cuidan y apoyar a los que sostienen. Ya era hora que se reparase esta cagada histórica, ni que fuese un poco, y se empezase a romper el mito que los fuertes no necesitan nada y que lo son por la gracia de Dios. 

Se habla a menudo de la soledad del poderoso, ese vacío con eco que se dice que hay ahí arriba en las alturas de tu propio imperio; también es conocida la soledad que acompaña a la fama, ese aislamiento pasivo en el que se ve envuelto el protagonista a quien sus amigos ya no llaman por no molestar o porque dan por hecho que no podrá atenderles. Pero hay un tipo de soledad, menos glamurosa y económicamente menos rentable que es la soledad del fuerte: esa que paradójicamente te rompe el corazón pero que se retroalimenta haciéndote aún más fuerte. Curiosidades de la vida.

1 comentario: